Le he quitado la protección malva a mi teclado. He vuelto a sentir el tacto de mis teclas pulsando las letras necesarias para que puedas leer lo que mi alocado corazón, pese a las intervenciones de mi cabeza, quiere que escriba.

Es curioso, a los escritores nos pasa a veces: cuando nos abruma la inspiración no podemos dejar de escribir. Pero, sin ella nos sentimos —tal vez— un poco indefensos. Perdón por el plural de cortesía: usar siempre el «yo», en ocasiones, termina siendo algo cargante.

Cuando empecé a escribir este texto que estáis leyendo, pretendía expresar en pensamientos fugaces mi experiencia durante un viaje. Quería que cada fragmento de vivencia tuviera la forma rápida y fluida que adquieren las corrientes de agua de los ríos. Quería que cada aportación de esas experiencias tuviera vida.

Sin embargo, cada vez me alejaba más de mi objetivo: al distanciarme de mí misma utilizando el pronombre «ella» no era nada fácil recoger esa vida en mis palabras —porque no estaba siendo yo misma, sino la intención de una escritora— y la inspiración primaria que me impulsó a querer compartir la emoción que viví pasó a un segundo plano.

No obstante, todas estas palabras que leerás a continuación —si quieres saber cómo acaba esta aventura— siguen siendo pequeños rastros de esas corrientes fluviales: ellas me mantuvieron a salvo durante siete días y me reconfortaron cuando mi corazón necesitaba la calidez de un abrazo.

Os dejo con Ella. Esta chica es una persona que pasa desapercibida. A priori no causa sensación: va a lo suyo, hace lo que tiene que hacer —a veces, también lo que quiere hacer— y se refugia en el papel y el bolígrafo. Vive tranquila y últimamente le gusta más su trabajo: los vínculos que se han creado entre Ella y las personas de su entorno laboral hacen que se sienta a gusto y que el trabajo no sea pesado. Pasa las estaciones del año haciendo lo que le gusta y se siente satisfecha cuando los demás también lo están. Vive con su familia y vive encantada. Cada una hace su vida dentro de esa unidad familiar, pero se ríen y comparten su felicidad. Y, a veces, también se van de viaje.

Su hermana y su tío se habían ido de viaje con su abuela hacía unos meses. Ahora, le tocaba a Ella irse de viaje con la matriarca. Ya estaba todo preparado: la documentación de la naviera, los billetes de avión, el seguro del viaje, la gestión de la asistencia en el aeropuerto; todo estaba zanjado. Solo faltaba que Ella se tranquilizara y empezase sus vacaciones.

Metió su cuaderno y su estuche de bolígrafos en la mochila y se cercioró de que no se dejaba nada importante.  Cogió la maleta amarilla y echó a andar. Al llegar a casa de su abuela, pensó dos veces en todo lo que tenía que llevar: el bastón, la mochilita, el pastillero; todo estaba a buen recaudo.

Al despedirse de su hermana en el aeropuerto, con su abuela ya acompañada por la asistencia y Ella misma, emprendieron su viaje.

Quizá hay sorpresas que la vida te prepara cuyas reacciones a ellas te someten a una emoción nueva. Tal vez existen momentos en los que te ves en un escenario totalmente diferente y lo que te queda es la capacidad de poder adaptarte.

Ocurrieron muchas cosas en aquel viaje. Ella, simplemente, aceptó lo que aconteció con el corazón agradecido.

***

Se encontraban a bordo de un pequeño barco de tan solo dos puentes y cuatro anclas. Se podía sentir el recogimiento familiar dentro de su tripulación: ellas mismas se sintieron parte de aquella pequeña familia.

Hacía mucho tiempo que no disfrutaban de una actividad en la que solo fuesen ellas dos, y un crucero fluvial era algo que todavía no había hecho ninguna. Hacer algo por primera vez para las dos era una idea preciosa para ellas que acogieron con los brazos abiertos.

Su abuela decía continuamente que la lengua —el idioma— es una barrera infranqueable: cuando uno no puede entenderse con las personas que le rodean al hablar, se siente desprotegido o impotente porque no sabes cómo comunicarte para que te comprendan.

Ese viaje supuso un alto en aquel pensamiento: la lengua no es el único medio para entenderse con el mundo. La sonrisa, los gestos, las miradas, el trato interpersonal, son aspectos que dominamos todos y que podemos emplear para complementar esa barrera infranqueable del idioma. Es verdad que, si esa frontera no existiera (como nos cuentan de Babel), nuestra comprensión de lo que nos rodea sería mucho más fácil. Sin embargo, la dificultad aparece cuando necesitas evolucionar y crecer. Tal vez se pueda entender este viaje como un camino hacia ese crecimiento.

Se encontraban sobre las aguas del río. Al principio, parecían aisladas del resto. Aún así, el tiempo se encargó de que su estancia sobre aquellas aguas resultara apacible y única. Aquella familia de tripulantes hizo lo posible para que ellas se encontrasen a gusto y relajadas.

Con ello, se dejaron llevar por la corriente hacia el destino inexplorado.

***

Se despertó al amanecer y miró por el ventanal del camarote: la vista del sol saliendo de su escondite e iluminando suavemente las aguas y el verdor, era emocionante. Notaba cómo algo se arremolinaba en su interior, quizá fuesen mariposas revoloteando al descubrir la luz naciente en el horizonte.

De repente, un pensamiento fugaz interrumpió su despertar. Preguntas como «¿qué hacemos hoy?» siempre acababan merodeando por su cabeza hasta captar su atención. Pese a que nunca fue muy amiga de los acontecimientos planificados, esta vez se dejó llevar por los planes preparados.

***

Las descripciones, la realidad, el cómo… no son aspectos que le preocupen; le gusta más la espontaneidad, el ser consciente del fluir de las emociones en el momento presente, el sentir. Quizá en eso discrepaban. Su abuela disfrutaba más de la parte objetiva de la vida, disfrutaba de describir las cosas tal y como eran en vez de sentir el aire azotando el rostro. Sin embargo, a pesar de tener reacciones tan dispares, se complementaban y conseguían que la travesía resultase completa: la objetividad de la abuela se compenetraba con la visión poética de Ella.

Las emociones acababan mezclándose entre ellas hasta que parecían muchos colores uniéndose para crear un pigmento nuevo. Con ese nuevo color, Ella podía ver un mundo más amplio que no sabía que existía en su interior.

***

La realidad y el romance parecían fusionarse al ver chocar las aguas entre sí. Sus ojos quedaron absortos en aquella escena: las corrientes de agua que formaba la estela del barco eran tan hipnóticas que resultaba difícil apartar la vista de ellas.

Una voz masculina y atenta se escuchaba por megafonía haciendo que la sesión de hipnosis terminase.

Recorrió los pasillos tapizados de rojo observando las obras de arte expuestas en las paredes. El detalle de las pinceladas, la viveza de los colores, hicieron que ella misma se sintiera en un mundo aparte donde todo parecía ser posible.

Enseguida llegó a un gran salón en cuyo centro se encontraba una pequeña pista de baile. Se imaginó tantas escenas en su cabeza en ese momento, que olvidó por completo por qué estaba allí. De repente, una sombra apareció atravesándola y quedándose inmóvil. Una respiración suave se dejó caer sobre su nuca produciendo un leve cosquilleo. Al principio, no supo cómo reaccionar. No obstante, poco a poco, fue reconociendo la forma de aquella sombra que alargaba la suya propia: era uno de los tripulantes, un hombre bastante alto, delgado y alemán.

Se estaba haciendo tarde. Todos los pasajeros habían sido reunidos en el gran salón para informarse del itinerario que se seguiría al día siguiente.

Él hablaba. Ella escuchaba, evadiéndose, en otro idioma.

***

Fue una noche intensa. Su voz resonaba en su cabeza al cerrar los ojos. Recordaba los matices de la pronunciación de aquella lengua. Los reconocía.

Su cuerpo se había amoldado a la cama envolvente y al edredón. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la visión nocturna y era capaz de distinguir la luz que emanaba del cielo. Era de noche y, aún así, la luminosidad que embriagaba el camarote era similar a las primeras luces que se esparcen de madrugada. Estaba claro que era otro país, otra ciudad, otro cielo.

Se quedó dormida sintiendo cómo el movimiento del agua mecía su cuerpo, escuchando aquella voz.

***

Si los cuerpos pudieran deshacerse
en las palabras que nos quedan por decir,
si los momentos que desperdiciamos
permanecieran para expresarnos…
qué fácil sería recuperarte
por primera vez.

Si mi cuerpo gritara
moviéndose sin palabras,
si mi cuerpo hablara
sin necesidad de los labios…
qué fácil sería tenerte
por primera vez.

Seguirte a escondidas
con la voz apagada
con un cuerpo envuelto
en dulces llamas
aún sería posible.

Perseguirte de momento
a momento,
escapándome,
con una antorcha en la mano
para la velada a oscuras
aún sería posible.

Si mi cuerpo pudiera deshacerse
en cada palabra que no he dicho,
si mis momentos contigo
aún permanecieran…
qué fácil sería conocerte
por vez primera.

Sus sentidos se dejaban llevar por la experiencia.

Coger el bolígrafo, acariciar su forma, abrir el cuaderno, pasar las páginas, disponerse a escribir.

El conjunto de esas acciones se llevaba a cabo de manera casi rutinaria en el puente del sol. Cada momento era diferente, aunque la actividad fuese la misma.

Ella sentía. Ella escribía.

***

Stralsund, Rügen, Üsedom, la costa del Mar Báltico, las vistas hacia el río Oder, las impresionantes ruinas del pequeño kloster de Eldena, la ciudad polaca de Szczecin… son lugares que se pueden ver perfectamente en los mapas. Sin embargo, Ella no esperaba poder verlos con sus propios ojos y, mucho menos, sentirlos. Tenía una imaginación poderosa que muchas veces le pasaba factura: sus experiencias imaginarias distaban mucho de sus vivencias reales. En este viaje se dio cuenta: estaba, realmente, en Alemania; se había bañado, realmente, en el Mar Báltico; había podido observar con sus ojos los parajes impresionantes que su pintor romántico favorito había pintado en sus obras… Ella había estado allí realmente.

Los momentos imaginarios se diluían dejándose llevar por la corriente. Las situaciones se abrían en dos bifurcaciones delante de ella: la realidad en la que viajaba con su abuela estaba latente, pero su imaginación marcaba su poderío transportándola a los lugares en los que se había sentido libre; todos aquellos lugares respondían al eco de la voz que había estado escuchando a diario durante el viaje.

Los días pasaron demasiado rápido. Tanto, que le era difícil digerir tantos momentos, tanta emoción compartida. Si echarían de menos algo, sería la comida —decía su abuela— y los amaneceres nada más despertar.

El agua es poderosa y vital. En todos los escenarios románticos aparece: ríos, cascadas, el mar, la lluvia, la tempestad; Ella imaginaba constantemente y el agua era testigo de sus ensoñaciones: el beso que no aconteció, las miradas reiteradas, las traducciones, la música que se escapaba por el altavoz antes del mediodía, la sensación de que ser la única pasajera joven iba a resultar algo especial, la vista del cielo nocturno bañado con el brillo de algunas estrellas… Sí. El agua es poderosa. Ella se sentía viva.

La última noche su abuela estaba cansada y quiso quedarse en el camarote. Habían visto Berlín bajo la lluvia, habían admirado su arquitectura y se sentía satisfecha.

Ella subió sola al gran salón vestida de gala, pidió otro vino rosado en el bar y se sentó observando al resto de pasajeros. Al ser la última noche, era noche de baile; Ella se preguntaba si iba a poder bailar el valse, ya que su abuela había preferido descansar —habría sido bonito bailar con ella y romper los moldes—. Pudo bailar varias canciones, incluida La macarena, hasta que le llegó el turno al famoso valse. Ella iba a sentarse a beber otra vez de su copa de vino cuando aquel personaje alemán le ofreció sus manos.

Todavía no es capaz de distinguir si el valse que bailaron en la pista de baile del gran salón era parte de la realidad que les envolvía o era producto de su imaginación. Aún se lo pregunta.

***

A veces te pierdes. No sabes cómo reaccionar ante un acontecimiento. Te carcome la duda, la incertidumbre, también las expectativas por algo que quizá no acabe de fluir. Pero, ¿quién puede saber a ciencia cierta acerca del futuro? Algunos lo pueden intuir e intentan predecirlo. Otros, se acobardan ante lo que ven o lo que esperan que sea y no es. Y otros sucumben ante lo que no ha sido y ya no lo intentan.

«Seguir la corriente» es una expresión que se usa mucho a día de hoy:

— No te preocupes, sigue la corriente. Saldrá bien.

Así, en estilo directo, me gustaría decírselo a Ella.

Ahora mismo viene a mi cabeza la imagen de un río: las corrientes de agua fluyen igualmente cuando hay rocas en medio de ellas. Pasan delicadamente y con fuerza sobre ellas, a su lado o por debajo y en ocasiones acaban erosionándolas. Las personas podemos ser como las corrientes de agua: podemos pasar delicadamente cerca de los obstáculos que nos encontramos en nuestro día a día y poder sentirnos con fuerza para superarlos. No. «Superar» no es el verbo correcto: «avanzar». Cuando el cauce del río es suficiente, las corrientes fluyen y el curso del agua avanza.

— Querida persona que escribe, puedes avanzar: tienes las palabras, tienes la pasión y también tienes el corazón para poder fluir con todo ello.

Presentía que el silencio iba consumiendo lo poco que quedaba de su mente.

Las ilusiones que fueron creadas por su imbatible obsesión resultaron realmente dañinas para su autoestima. Poco a poco, iba perdiéndose a sí misma.

Las reuniones sociales ya no satisfacían su ego: ya no se sentía importante.

Se veía a sí misma, rodeada de gente, tan sola… El sonido de las teclas del piano ya no generaba la felicidad que estaba acostumbrada a sentir al tocarlas.

Tantas cosas habían cambiado… Su situación, las emociones, su círculo social; todo parecía extraño y ella misma se consideraba una forastera.

Su casa, tan acogedora y familiar, despertaba sensaciones intrusivas que descolocaban la poca cordura que sostenía su día a día.

Se estaba derrumbando. Se derrumbaba a medida que pasaban los días. Las horas se acababan haciendo infinitas bajo los escombros de su propia ilusión. Sentía que ya no quedaba nada. Solo ruinas (…)

— ¿Qué le habrá pasado para que desarrolle tal estado mental? — se preguntaba mientras leía.

De repente, empezó a sentir curiosidad por el personaje. De alguna manera que no alcanzaba a saber, se sentía íntimamente identificado con las palabras que estaba leyendo. Casi podría decirse que estaba leyéndose a sí mismo.

Sin embargo, la vida de Raisa era totalmente diferente a lo que él podría estar imaginando.

— Ojalá pudiera meterme en las páginas del manuscrito y hablar con ella — se decía.

Ese era un deseo atrevido para un lector nobel.

Hacía muy poco tiempo que había adquirido la pasión por la lectura. Siempre había estado absorbido por la acción devastadora de las pantallas y los videojuegos.

Ahora, las ampollas de sus dedos impedían que pudiera seguir jugando.

Aburrido y sin ganas de nada, quiso rebuscar entre los efectos personales de su abuela mientras ella seguía, todavía, fuera de casa. Entre sus cosas, encontró un cuaderno viejo cuyas páginas, amarillentas, estaban repletas de palabras manuscritas. Jamás había visto una letra más bonita. Su vista quedó prendada de aquellas formas tan armónicas entre palabra y palabra. Se había enamorado de la caligrafía que tanta inquina le había producido en su niñez.

Debido a ese amor recién nacido, buscó la primera página del cuaderno y comenzó su torpe lectura.

Leer era una actividad que nunca había considerado digna para pasar el tiempo. Aún así, ahí estaba él: leyendo.

Quizá lo que leía no resultó interesante al comienzo: eran pensamientos distantes y mal cohesionados. Pero la letra… aquella letra plasmada en esas páginas amarillentas a causa del tiempo que habían pasado encerradas en el baúl, era digna de ser admirada.

No sabía si se trataba de una historia, de un diario, de simples palabras inconexas… pero no podía evitar seguir leyendo.

Me llamo Raisa.

Ahora mismo, estoy escribiendo una historia: la historia de una persona muy cercana a mí. Ella vive a mi lado. Siempre comemos juntas. Andamos juntas. Cocinamos juntas. Lavamos la ropa juntas. Lo hacemos todo juntas.

El desierto no es un lugar para estar sola. Siempre es necesario tener a alguien cerca.

Ella y yo estamos cerca (…)

— ¿Quién es ella? —se preguntaba él, profundizando en su lectura.

Le gustaba no saber nada e ir descubriendo, poco a poco, el entramado de aquella historia. La manera en que estaba escrita, la voz que leía constantemente en su interior, le recordaba a su abuela.

— ¿Sería ella?

Sabía muy poco acerca de su abuela: era una mujer extranjera en este país que se había valido por sí misma durante años hasta encontrar a su abuelo, un hombre que, por lo visto, la quiso más que a nada en este mundo. Se enfrentaron a muchas críticas de la sociedad de entonces cuando decidieron estar juntos y formar una familia. Aparte de esto, no sabía nada más. ¿De dónde era? Nunca quiso hablar de sus raíces. ¿Tenía más familia? Nunca mencionó a nadie más que a su marido. Estaba empezando a tener muchas preguntas que sabía que no iban a tener ninguna respuesta.

— Puede que sea pura ficción, pero dicen que siempre hay algo de realidad. Quizá descubra algo sobre la abuela si sigo leyendo — se dijo a sí mismo al pasar la página del cuaderno.

Tras haber pasado la página, se quedó atónito al ver que resultó ser una página en blanco. No había ningún rastro de la maravillosa caligrafía que le había cautivado. Solo era una página más del cuaderno, lisa, amarillenta, sin palabras, sin nada.

— ¿De verdad? Por una vez que me gustaría seguir leyendo y, ¿no puedo hacerlo? Esto parece una broma.

Cerró el cuaderno y lo dejó caer en el baúl donde lo había encontrado.

***

Tras varios días, no dejaba de pensar en ello: se había obsesionado con Raisa y lo poco que había descubierto. A veces parecía que la veía: después de noches enteras soñando con ella, al abrir los ojos le parecía ver una imagen borrosa de una mujer. Empezó a creer que se podría estar volviendo loco. De repente, se acordó de Don Quijote. ¿Podría estar pasándole como a él? Pero aquel personaje se pasaba la vida leyendo novelas de caballerías mientras que él solo había leído cuatro o cinco páginas de un cuaderno. No podía compararse de ninguna manera. No podía ser.

— Despierta…

— ¡Despierta!

Abrió los ojos, sobresaltado. Miró a su alrededor. Seguía estando solo.

— ¿Abuela? — gritó con la intención de que su voz traspasara las paredes de su habitación.

No hubo respuesta. Su abuela no estaba en casa.

— ¿Quién…? — empezó a preguntarse mientras seguía mirando a su alrededor.

Cerró los ojos. Estaba realmente cansado porque no había podido conciliar el sueño en condiciones desde hace algunas noches. Quiso seguir durmiendo.

Mientras intentaba dormir profundamente, un gemido le hizo consciente de su situación: se sentía excitado. Seguía con los ojos cerrados queriendo dormir, pero no podía evitar sentirse más excitado, al punto de que se escapó otro gemido. El rubor se instalaba en sus mejillas, su cuerpo se endurecía; claramente era él quien gemía, pero no sabía por qué estaba tan excitado.

Concentrándose en conciliar el sueño, sintió una ráfaga de aire fresco acariciando su abdomen: sus pezones se habían endurecido tanto que sintió la necesidad de pellizcárselos para aliviarse.

— ¿Qué…? ¿Qué está pasando?

Otra vez, entreabrió los ojos y le pareció ver a la misma mujer.

Era una visión borrosa que desaparecía al abrir los ojos del todo.

Cuando quiso darse cuenta, descubrió que había tenido un orgasmo y su semen estaba esparcido por su entrepierna.

Se sentía raro. No entendía nada. ¿Había tenido una erección nocturna?

Se limpió, se aseó y fue corriendo al baúl. Sacó el cuaderno de donde lo había dejado caer días atrás y volvió a abrirlo por aquella página.

La sorpresa hizo que dejara caer el cuaderno abierto al suelo.

Aquella página ya no estaba en blanco: la caligrafía, objeto de su deseo, había vuelto más bonita que nunca.

(…) Después de aquel día, quise abandonarlo todo. Ella ya no estaba y yo me sentía vacía. Ella era parte de mí y me la habían arrancado. ¿A dónde se la han llevado? Me invadieron, me la arrancaron del pecho; ya no hay nada.

Ahora estoy en otro país.

No sé cómo he acabado aquí. Solo sé que estuve andando mucho tiempo y casi muero de sed… quizá también estaba enferma… pero no sé quién me cuidó.

Cuando volví en mí y supe con certeza que ella ya no estaba conmigo, quise morir.

Iba a tirarme por un puente cuando unos brazos me rodearon (…)

— ¿Ya no hay más? ¿Cómo continúa? — se preguntaba, ansioso de saber.

Cerró los ojos. Los abrió otra vez. Revisó el cuaderno una vez más: todo había desaparecido.

Raisa, su caligrafía, todo; ya no estaba.

«Todo irá bien»

A veces, la distancia se ve solo en los mapas. Para ella, era solo el hecho de que los cartógrafos dibujaron sus países demasiado lejos el uno del otro.

No quería admitir que, pasado todo este tiempo, la relación que había entre ellos se había consolidado aún más. Pero, a medida que iban pasando los meses, se daba cuenta de que 10179 km de distancia y siete horas de diferencia ya no eran el obstáculo que impedía la certeza.

Como en toda relación, hay días en los que las circunstancias no les permitía hablar. Ambos tenían su vida y no podían dejar de vivirla solo por haberse enamorado a lo lejos. De hecho, eran vidas tan distintas que, en ocasiones, ella se preguntaba si estaba soñando despierta o la situación era real.

Ya llevaban más de un año rezando por verse cara a cara y diciéndose cada día el mantra «todo irá bien».

Desde que decidieron —en muy poco tiempo— estar juntos independientemente de lo que ocurriera en el futuro, sus diferentes vidas encontraron una conexión «cósmica» sin que el mundo lo supiera. Nadie sabía cómo se iba a desarrollar su historia, ni siquiera ellos mismos.

Tenían la fe que su inesperado amor les brindaba a diario y la convicción de que lo que había entre ellos era fuerte.

Para ella, él supuso su curación; para él, ella fue el impulso diario que necesitaba para demostrarse a sí mismo —y al mundo cuando fuera el momento— que no hay nada imposible.

En aquel momento, ambos —podría decirse— eran la salvación del corazón del otro: su reencuentro con el amor tras muchos fracasos y después de tanta tristeza.

Alguno, quizá, pensaría que cuando se revelase su historia —demasiado inverosímil— el resto del mundo caería preso de los cuentos de hadas. Sin embargo, continuaba siendo un milagro poco común: dos personas completamente diferentes, localizadas en dos puntos del mapa totalmente distantes entre sí, poseen la reciprocidad que a mucha gente le falta y que es tan difícil de encontrar hoy en día.

Las contradicciones que les regala la distancia que hay entre sus cuerpos, ciertos días, eran como espinas con las una se pincha el dedo al intentar coger una rosa roja hermosa; alcanzar la perfección dentro de su relación podía ser una actividad tediosa para el alma libre. Al fin y al cabo, las perfecciones solo acaban definiendo el corsé que nos envuelve el pecho a la hora de profesar y reclamar los sentimientos.

La rosa es el símbolo perfecto para esta historia: es pura, es bella, es aromática, visualmente perfecta cuando sus pétalos están en su floración; sin embargo, conservar una rosa y que siga manteniendo estas características es lo realmente complicado. A veces, las espinas acaban doliendo tanto que puede dar miedo intentar acariciar a la rosa con el simple roce a un pétalo. Quien haya tenido una rosa, lo sabe: es el fruto del esfuerzo y del cuidado delicado —y dedicado—.

El corazón, pese a no entender las complicaciones con las que disfrazamos las emociones, sabe que si encuentra una rosa cuya fragancia ha sido dada por sí misma, ésta acaba llamándose «preciosa», ya que la reciprocidad no tiene precio.

Desde este recóndito punto del mapa —donde ella recibió su rosa— se envió la misma rosa, ya sin vida, habiendo abandonado su forma original y adquiriendo una silueta plana y esvelta despojada de su fragancia particular. Esa última vez, la misiva pareció llegar a tiempo.

No han vuelto a crecer rosales en su jardín. Tan solo queda un pequeño capullo de rosa totalmente seco pero que, increíblemente, aún se mantiene en pie alojando su tallo entre las piedras.

Era una noche de invierno extrañamente cálida.

Sus ojos iban adquiriendo el color del cielo estrellado; sin embargo, sus estrellas brillaban apagadas. Su rostro adsorbía, poco a poco, la oscuridad que emanaba del silencio de la habitación. La sensación de soledad crecía paulatinamente mientras su deseo de quedarse encerrado en su zona de confort se apoderaba aún más de su cuerpo. Aunque quisiera recobrar las fuerzas de moverse y desplazarse a otra esquina de su habitación, resultaba inviable. Su cuerpo no se movía.

La luz opaca que desprendía la lámpara alumbraba poco y su aspiración de imaginarse más allá de esas cuatro paredes acabó desapareciendo de su mapa de ambiciones.

De repente, ya no era él mismo.

Las chiribitas que recorrían sus ojos se desvanecieron cuando todo acabó. Las pocas ilusiones que le hacían ser persona se esfumaron. Solo quedaba la amargura restante.

Todo acabó. Su vida, que ya de por sí significaba poco para él, ya no importaba. Le daba igual si vivía o moría. Aquel instante supuso su fin: lo que había creado, lo que había conseguido a lo largo de los años esforzándose por no volver a caer… se convirtió en cenizas de la noche a la mañana.

El trabajo de toda una vida, la felicidad compartida, los sueños cumplidos; todo se convirtió en polvo que el viento arrastró aquella mañana.

Con su desaparición, llegó la apatía, la congoja, la rabia, la desesperanza.

En ese momento, en esa noche de invierno con su calidez anómala, era todo o nada.

Aventurarse otra vez a subirse a la montaña rusa de las emociones ya no le impactaba: no había respuesta motora en su cuerpo, ni tampoco respuesta emocional a aquel estímulo.

Quizá es que realmente ya no quedaba nada de vida en su interior. Quizá simplemente se trataba de pasar el resto de los días hasta su muerte superviviendo al desencanto: el resultado de su experiencia era, en ese momento, vivir sin vivir.

No hacer nada. No actuar. No sentir.

— Te recuerdo.

— ¿Qué recuerdas?

— A ti.

— Nunca nos hemos visto.

— Yo sí te he visto. Yo te conozco.

— No creo.

— Hemos sido mucho más de lo que somos ahora.

— Nunca hemos sido nada.

— Te equivocas.

¿Se equivocaba? Esa corta afirmación, de la nada, hizo que aparecieran interrogantes que hacía tiempo que no se planteaba. Como si de magia extraña se tratase, estaba haciéndose preguntas en su interior, buscando en sus rincones alguna respuesta válida.

¿Estaría volviendo a sentir aquello que hace tiempo despertaba en él la curiosidad?

Él, de la noche a la mañana, estaba volviendo a dudar.

Entonces recordó: la duda le hizo descubrir, y descubrir le hizo querer crear.

Aún en la apatía, recordó. Era un paso hacia volver a sentir: lo que vuelve a pasar por el corazón suele despertar aquello que queda dormido, que creemos desaparecido y, en realidad, permanece latente.

— ¿Qué estás haciendo?

— Recordarte.

— ¿Qué estás haciendo ahora?

— Intento hacerte recordar.

— ¿Recordar qué?

— Recordar lo que fuiste. Fuimos.

¿Fueron algo?

Su ensimismamiento le había hecho creer que estaba solo en su habitación, que no había nada, que hablaba consigo mismo como muchas otras veces.

Recobró la consciencia sobre sí mismo y miró a su alrededor: noche, invierno, lámpara encendida, estrellas queriendo asomarse por la ventana, su cuerpo, otro cuerpo, la cama, su habitación, el techo.

Todavía estaban tumbados en la cama que había sido partícipe de su encuentro momentáneo.

La noche todavía se cernía sobre sus cuerpos desnudos. Aquella calidez envolvía el ambiente pese a la fría expresión de su rostro. La inmovilidad que impedía que su cuerpo hiciera algún movimiento seguía controlando sus impulsos. Aquel acto había supuesto ya demasiado esfuerzo para él: quería dormir.

Cerró los ojos. Todo volvió a ser negro: la luz opaca de la lámpara se hacía más tenue con las persianas bajadas. Parecía que sus pestañas querían revelarse contra él, ya que notaba cómo rozaban levemente sus pómulos, cosquilleando.

Abrió los ojos. Ella seguía observándole. Su miraba penetraba en sus ojos. Pudo ver, a través de ella, la intensidad con la que ella le miraba. Esa calidez que ya había presentido al caer la noche, abandonaba su ambigüedad para hacerse notar aún más: el calor incrementaba su temperatura corporal. Los latidos de su corazón casi inerte comenzaron a acelerarse. Su respiración se entrecortaba a medida que ella fijaba su mirada en él.

— ¿Qué fuimos?

— Nosotros. Fuimos nosotros.

— ¿Cómo?

— Así.

Ella se acercaba despacio, desplazándose de un lado a otro de la cama. Extendió su mano hacia su pecho todavía resplandeciente por el sudor que aún quedaba. Apoyó la palma justo encima de su corazón.

— ¿Lo notas?

— ¿Qué?

— Tus latidos.

— Que el corazón late no es una novedad.

— Tus latidos se aceleran.

— ¿Y qué?

— Ellos me recuerdan.

La incertidumbre y la duda se colaban en él, como las gotas de lluvia caen sobre la roca, marcándola.

Seguía sin saber de qué conocía a esta persona. Le daba rabia no acordarse de haberla visto antes.

A medida que experimentaba esa rabia repentina, se iba dando cuenta de que había sentido algo. Estaba convencido de que no volvería a sentir nada desde que todo acabó.

La imagen de las llamas creciendo delante de él apareció en el mismo momento en que él quiso extender su mano y acariciar la melena larga y ondulada de su interlocutora. Ya no había nada que acariciar. Se había desvanecido con la humareda de las llamas.

Recordó. Ella desapareció aquella noche: una noche de invierno en la que una sensación de calidez le abrigaba mientras dormía. Él pensaba que era ella, que sus cuerpos estaban entrelazados y por eso el calor recorría su cuerpo. Pero no. Ella no estaba en la cama esa noche. Las llamas sí.

Abrir los ojos se convirtió, de la noche a la mañana, en su pesadilla particular: ella desaparecida, las llamas consumiendo su hogar, esa sensación cálida destruyendo todo.

Incorporándose, se sentó en la cama y vislumbró ante él los primeros rayos de luz del día.

— Ya es por la mañana.

La cama estaba totalmente deshecha. Él se encontraba bañado en sudor, jadeando. Una mañana más, solo estaba él.

Volvió a tumbarse golpeando el colchón con el peso muerto de su cuerpo.

— He vuelto a soñarte.

Observaba el color gris perla del techo. Pensaba. Recordaba.

— ¿Quizá estaba olvidándote? ¿Por qué vuelves a desvanecerte al despertarme?

Cerró los ojos.

Su imagen está ahí, delante de él, flotando en medio de la oscuridad. Otra vez esa sensación de extraña calidez.

Abrió los ojos.

— Incendio.

Igual que la palabra salió verbalizada de sus labios, las llamas empezaron a envolver su cuerpo crepitando. El ardor y el dolor consecuente era todo lo que podía sentir en ese momento. Sin embargo, entre el crepitar de su cuerpo al contacto con las llamas pudo vislumbrarla a ella.

Él se aferraba a su imagen borrosa a pesar del dolor, a pesar de la ardiente sensación de estar consumiéndose y haciéndose cada vez más pequeño.

— Ya está. Estoy contigo. Estamos juntos.

Las cenizas descansaban en la urna.

Mientras, sus allegados sollozaban su pérdida.

— No volvió a ser el mismo desde que ella se fue. Ahora, por lo menos, está con ella.

— ¿Colocamos la urna junto a la de ella?

— Sí. Después, ordenaré que hagan una placa en la que se lea lo que siempre decían los dos: «Recordar es volver a pasar por el corazón de quienes nos conocen».

— ¿Qué significa?

— Significa que recordarles nos hará volver a sentir.

— Siempre fueron personas con un profundo entendimiento… Ojalá todo el sufrimiento acabe aquí.

Cerrando el columbario, se despidieron.

Tremendo contraste entre el crepitar del fuego en su comienzo y la paz de la ceniza.

José Luis Coll.

Es mucho más fácil empezar a escribir en tiempo pretérito.

Cuando se sabe perfectamente de qué se va escribir, se escribe.

El presente, el tiempo verbal, se caracteriza por la coetaneidad[1] entre las palabras y lo que describen: una relación íntima y explícita entre lo que se escribe y este momento, comúnmente conocido como ahora.

A pesar de que la acción se está llevando a cabo ya, todo buen escritor introduce a sus lectores en el mundo de sus personajes.

Este personaje[2], que vive viajando, tiene al mar encerrado en su mirada: imagina unos ojos bien perfilados con sus pestañas y de un color azul tan intenso que si los miras fijamente, te pierdes en el infinito. Algunas personas cuentan que al mirar sus ojos, se olvidan de lo que están pensando, o simplemente no piensan en nada cuando se dedican a mirar porque lo ven todo a través de sus ojos. Siguiendo al pie de la letra el canon de belleza griego, este personaje es alto y esbelto y guarda cierta simetría en el rostro y en el cuerpo. Las matemáticas le acompañan, no solo en el físico sino, también, en su formación: sabe hacer arañas que andan solas.

Ahora, imagínate a un hombre de más o menos treinta años con expresión adolescente y seria, rubio, ingeniero industrial, que está esperando a alguien en una zona bastante concurrida.

La persona a la que está esperando el joven personaje llega tarde y no puede sino ser comprensivo y aceptar el retraso.

***

Están en su apartamento, charlando (o intentándolo) mientras se beben tranquilamente unas cervezas. Él le cuenta a su interlocutora tantas cosas, que espera que ella, amablemente, siga con la conversación. Su personalidad dominante, su estilo de vida, sus intereses, quizá imponen a su compañera de dialéctica; y él sigue esperando que ella prosiga.

***

Al personaje con el que te vas a encariñar, y al que echarás de menos cuando esta historia termine, le encanta la buena conversación: si es posible que haya connotaciones sexuales en la sintaxis, mejor. Pero como cualquier técnica conversacional es buena, parece conformarse con lo poco que le cuenta su amiga, con la incansable y necesaria ayuda de la cerveza.

Le encanta coger la batuta y dirigir la sinfonía. Le gusta ser consciente de lo que está haciendo, y de que lo está haciendo. Le encanta experimentar en el sentido más amplio del término: cualquier situación que implique a más de dos personas le llama mucho la atención, le mantiene encantado. Por eso busca. Busca nuevas experiencias. Quizá busque algo más, algo que se encuentra abstracto y que, al igual que las cosas innombrables, se convertirá en algo concreto cuando por fin le ponga un nombre a lo que está buscando. Nominavit et fuit, «fui nombrado y existí». Será un proceso lento, puede que doloroso incluso, pero sin duda será intenso y placentero.

Existe una expresión popular que describiría bastante bien a Simón: «siempre va hecho un figurín», va bien vestido y es muy profesional. Además, lleva su pelo rubio perfectamente engominado y colocado de manera muy estricta: si tienes ocasión de coincidir con él, no le toques el pelo, no le gusta nada.

Para salir y disfrutar del aire libre (nada puro y contaminado) de Madrid, se suele poner un abrigo (dentro de las variedades que existen, una de ellas) y llevar las manos en los bolsillos, mientras espera.

***

Ella lleva puesto un antifaz, y se pueden distinguir perfectamente las curvas que forman el contorno desnudo de su cuerpo. Él se dedica a observarla mientras juega con ella: sabe perfectamente cuál es el punto exacto para la excitación femenina, y juega con su secreto; ella lo siente, y lo expresa tal y como lo siente. Son practicantes de una dialéctica distinta, aquí ya no valen las palabras: juegan con los sentidos, y el disfrute del placer.

Podría ser la versión española de Historia de O. Quizá, más adelante, se pueda añadir algún apunte sobre O; por ahora, es una pieza más del puzle de Simón, un nombre más, una varilla más en su amplio abanico de experiencias. La diferencia, quizá, con el resto de varillas es que ésta lleva tatuada la originalidad de un perfil modernista, abierto y flexible de una mujer literata.

«Saltar en la cama» es una expresión que los niños utilizan cuando hablan de sus padres y sus aventuras amorosas. Ellos no saltan. Viven ajenos al tiempo hasta que es necesario tener consciencia de la hora (quizá hacen saltos temporales). Ellos se deslizan, o se quedan inmóviles en el suelo: ella se queda inmóvil, conteniéndose, mientras él se comporta como un buen hedonista y hace que su compañera disfrute tanto como él pueda hacerla disfrutar. Así adquiere placer, así alimenta el morbo.

Sí, este tipo de matices sexuales son los que Simón quiere escuchar en boca de su amiga. Poco a poco. La sintaxis es un mundo oscuro lleno de predicados, de sintagmas verbales y verbos que actúan… Filosofando, quizá la dialéctica de la acción verbal es la que propicia, luego, la dialéctica conversacional: están tumbados en la cama, dialogando (ella más que él), después de haber alcanzado el clímax, comúnmente llamado orgasmo (o para los fans de Aristóteles, catarsis).

Ya es la hora. Ella tiene que irse.

***

Por primera vez ella llega antes de que él la esté esperando. La puerta se abre dejando ver al trasluz la silueta de Simón. Al entrar, la puerta se cierra.

Están hablando. Se percibe una evolución en su reciente amistad, a ella se la ve más suelta y a él más embelesado con su nueva amiga. Al mirarse el tiempo parece correr más rápido. Va a ocurrir algo, tiene que ocurrir algo.

Los nervios están a flor de piel mientras ella espera que él le revele algo, parece ansiosa por saber lo que puede ocurrir.

Siguen hablando y disfrutando del sabor amargo de la cerveza. En esta ocasión no hay tanta distancia entre ellos: ella está cerca de él, al alcance de su mano, a un abrir y cerrar de ojos de sus pensamientos. Él le acaricia el muslo, y ella responde con una sonrisa. La calidez del ambiente les anima, les incita, y siguen aprovechando cada minuto que deja pasar la manecilla del reloj.

Se respira intensidad entre las burbujas de sus bebidas… Están esperando.

***

Ella se levanta y busca algo entre sus cosas: algo azul, de goma, largo y dividido en secciones numeradas. Parece elástico. Le enseña a su amigo lo que puede hacer con eso: se pone un extremo de la goma en un pie, y el otro extremo en el otro pie, hasta que se ve la finalidad de tal cosa. Está sentada en el suelo, con las piernas completamente abiertas, decidida a que su compañero de dialéctica la contemple mientras exhibe su hazaña.

Sigue enseñándole otras posturas que, a la vez que interesantes a la vista, son  bastante sugerentes. Los matices sexuales se encuentran en el aire, y ella lo sabe. Él también lo sabe, pero sigue esperando.

***

Ella se ha puesto un tanga con la forma modernista y rebelde de una mariposa con las alas extendidas. A él le gusta. Ella se acerca para que él pueda contemplarla, y tocarla, y experimentarla tanto como quiera. Eso le encanta. Acaba colocándose a horcajadas sobre su amigo mientras le transmite un mensaje en un susurro. Es una mujer distinta, algo más atrevida… Él observa y sonríe, y emplea sus labios para otro uso de la dialéctica que ya se ha mencionado. Los besos… Ese idioma tan selecto y sensitivo… Ella va gritando en silencio que la bese.

***

No pueden evitarlo, no dejan de mirarse. Se besan, y al besarse se miran, pero con los labios. Se trasladan a la cama en un ir y venir de sensaciones: ella se encuentra tumbada, con sus piernas en posición citológica, a la espera de que él se acerque más y más, y la bese. Siguen siendo labios, aunque distintos. Sigue siendo ella, desinhibida, humana, libre… Sigue siendo la evolución espontánea de sus variedades dialectales, del juego de lascivia entre dos lenguas. Siguen hablando, sin palabras, entre ellos.

Dialéctica en auge.

Ella tiene los ojos cerrados, y él se humedece los dedos en lubricante artificial, de color melocotón, y olor a primavera. Empieza a jugar con sus dedos y el culo de su amiga, y a ella le gusta. Por su expresión, descrita por ella misma como metáfora del placer, le encanta.

Se miran, se preguntan, se sostienen la mirada.

Por fin llega el momento en el que él empieza a follarla, y empieza suave, con delicadeza, hasta que el ritmo acelera junto con la respiración. Ella está encantada de sentirse útil, si ella disfruta, él disfruta. Reciprocidad. Eso le gusta.

Se pone a cuatro patas, y sigue follándola por detrás. Ella no desperdicia el momento de expresar todo el placer que siente.

Dialéctica sensorial, auditiva, gemido a gemido…

El tiempo no se ha detenido, ella se va.

***

Los días pasan y él intenta sorprender a O. ¿Lo logrará?

La oscilación que va y viene en sus conversaciones tiene a O nerviosa, impaciente, ansiosa… Se pasa los días haciendo la cuenta atrás en versos. Vive entre la espada y la pared, entre el deseo y la responsabilidad… Los saltos temporales con Simón son como pequeños oasis de placer en un largo desierto que consume su tiempo.

Está escribiendo. Se percibe el sonido de las teclas bajo sus dedos. ¿Qué estará escribiendo?

De vez en cuando mira el móvil, lo deja, lo vuelve a mirar y lo vuelve a dejar.

Mira el reloj, observa cómo las manecillas se mueven, consumiendo cada vez más tiempo. Se levanta y al levantarse nota que la falda, larga y blanca, se le ha enganchado en las ruedas de la silla… Resopla. Sonríe. Abre su mochila y comprueba que lleva todo lo que necesita. De repente alza la vista hacia la ventana y se queda inmóvil, pensativa, mirando.

Reacciona, coge su L y se va.

***

Pronto se irá. Estos últimos días se ha dedicado a organizarlo todo antes de su viaje… Madrid solo es una parada en su recorrido por la vida, él vive viajando, ¿recuerdas? Prepárate para echarle de menos cuando se vaya, porque las persianas estarán bajadas, y las ventanas, cerradas.

Ella serpentea, con el cuerpo dolorido, en busca de un momento más. Necesita más momentos que complementen su visión de la vida, momentos que enriquezcan su mundo, caótico y oscuro. Si fuera ella, estaría deseando ser un ser fantasmal e invisible para poder observar, a través de su ventana (que siempre ha estado cerrada y oculta) cómo es su día a día… Desearía contemplarle mientras se ducha, y quedarme absorta deleitándome con su cuerpo simétrico irradiando belleza. Desearía ser partícipe de cómo se gana la vida, ¿qué hay en su cabeza? Pero no soy ella, no puedo decidir por ella. Solo soy su conciencia, esa vocecita que elabora el pensamiento que posteriormente se transmite con los labios.

Siempre me ha gustado el juego de la ventana indiscreta, y he querido jugar. Yo, la conciencia, he sido narradora de los hechos que he podido ver a través de los ojos de O. Sí, los ojos son ventanas. No, no son ventanas reales. Sí, son simbólicas. Ya he dicho que O es literata: algo de literatura tenía que haber. Si los ojos son ventanas, los párpados son las persianas… Cuando él se vaya, O cerrará los ojos, bajará las persianas de sus ventanas, y recordará.

Recordará todo lo que ha experimentado con su amigo, recordará sus clases de dialéctica… Se arrepentirá, quizá, de no haber hecho tanto uso de su técnica dialéctica cuando estaban conversando. Y deseará, porque la conozco como si yo fuera ella misma, volver a revivir, momento a momento, escena a escena, cada una de las palabras que salieron de sus labios (los de él)… Echará de menos la comunicación a base de fluidos, sus charlas eróticas de poca sutileza; querrá, sobre todo pronóstico, volver a ver a este amigo que, desde el principio, supuso un misterio.

Hoy sigue siendo un misterio: un misterio que querrá seguir resolviendo y que espera poder resolver cuando vuelva. ¿Encontrará lo que busca? La prolífica y perturbada imaginación de O quiere pensar que aquello que ha experimentado con ella ha sido útil para él… Con el tiempo lo sabremos.

Se han bajado las persianas, y las ventanas están cerradas. No veo nada, pero lo siento: siento el ritmo que marcan las palpitaciones, siento el cosquilleo que acaricia sus entrañas, siento la levedad de esta enumeración de pensamientos, siento cómo arraiga el recuerdo en el proyector de la memoria: sigo sin ver nada, pero siento sus labios besando los míos.

Al cerrar los ojos
lo veo:
veo la oscuridad
necesaria
del antifaz,
veo la levedad
y el espacio atemporal
de este momento…
Al cerrar los ojos
lo siento:
siento la intensidad,
la intensidad recorrida
por tu lengua;
siento el efecto
del beso,
del beso en los labios
que baila al contacto…
Al cerrar los ojos
te veo en el recuerdo,
te siento en el cuerpo;
al cerrar los ojos
sueño al pensar
o pienso al soñar
que quiero una vez más.

Todavía no se ha ido y O recuerda aquel comentario que le soltó acerca de su apego por el idioma de los besos… Recuerda el momento exacto en el que le preguntó si podía hacer una cosa, y no pudiendo ser más predecible, le besó sin siquiera pararse a pensar si estaba fuera de lugar: el beso es un idioma muy personal, íntimo, y para algunas personas llega a ser simbólico. O habla a través de los besos, sigue utilizando los labios, y en cierto sentido sigue siendo una técnica dialéctica.

Hablar besando
es un elemento nuevo
de mi idioma inventado:
un elemento lírico
donde los labios
y la lengua
juegan a ser libres…
Comunicarme contigo,
con cada beso,
es un artificio
de mi lenguaje
(específico y distinto)
de miradas sostenidas
y silencios nerviosos…
¿Jugamos?
En cada beso, una palabra,
y en cada mirada
miles de preguntas
no verbalizadas…
Así es como hablo:
besando.

Y todavía piensa (filosofa) en el próximo encuentro con su amigo, ¿será capaz de hablar un poco más? ¿Habrá evolucionado? ¿Saldrá de su crisálida y extenderá sus pensamientos? Son incógnitas, misterios, que tarde o temprano acabarán resolviéndose solos.

Mírame, Filosofía,
a través de los momentos
(momentos etéreos);
mírame a través del mar
al bucear en mi realidad…
Enséñame dialéctica
mientras yo te enseño
(en primera persona
y desnuda)
lo que quieras…
Enséñame a enseñarte
las variedades dialectales
de mi lengua ensimismada,
enséñame tu idioma:
el de los pensamientos,
que yo te enseñaré,
Filosofía,
la dialéctica de los sentidos.
Así, frente a frente,
lengua a lengua,
nos entenderemos.

***

Esta noche O se ha puesto a escribir y he sido partícipe de su proceso de escritura, le ha escrito otro poema… Esta vez le pide que la salve.

Rescátame,
querido amigo,
del precipicio
(oscuro y vacío)
de los sentidos:
rescátame del tacto
y de su olvido,
rescátame del silencio
que atraviesan mis oídos,
rescátame del gusto
amargo
de la cerveza sin tus halagos,
rescátame de la luz del sol
que atormenta mi vista
y me hace partícipe,
querido amigo,
de tu ausencia;
rescátame de los perfumes
de ciudad madrileña
que pasean por mis napias
atravesando mi olfato
al llegar a Callao.
Rescátame,
llévame.

***

Es de noche. ¿Qué estará haciendo? Quizá esté soñando. Yo sólo sé que O está deseando meterse en su cama, envolverse entre tonos malvas, y volver a sentir el tacto de su piel a través del roce de sus cuerpos. No hablo de sexo. Hablo del imperio de los sentidos, de sentir: de saborear, de contemplar, de escuchar, de acariciar, de inspirar profundamente hasta conseguir quedarte dormido y, entonces, pedirle a Morfeo el privilegio de soñar.

Buenas noches.


[1] Palabra posiblemente inventada.

[2] Expresado así debido a la peculiaridad de sus cualidades.

Érase una vez, una niña pequeña que adoraba a su abuelo.

Desde que nació, ella ha sido la niña de sus ojos: al mirarse mutuamente, una estrella emprendió su vida en el cosmos y, desde entonces, mirarse bastaba para saber qué ocurría.

Eran una pareja de lo más particular: él la acompañaba a montar a caballo en sus rodillas, ella le peinaba con un peine sin apenas tener pelo en la cabeza. Quien les conocía, sabía que eran almas gemelas: sus miradas estaban hechas de conversaciones que no necesitaban verbalizarse, y los abrazos pasaron a ser su lenguaje personal.

Un día, la niña estaba columpiándose en el parque. Cada vez se columpiaba más y más alto. Su abuelo la observaba, tranquilo, aliviado de que el miedo a las alturas no la detuviese de seguir columpiándose.

Ese día la niña se cayó al suelo.

— Abuelito, me he caído. ¿Me das la mano? — dijo la niña.

— Apoya tus manitas en el suelo y utiliza la fuerza con la que te columpiabas para ayudarte a levantarte — dijo su abuelo.

Entonces, sin entenderle, la niña rompió a llorar. Las lágrimas bañaban su rostro y se disponía a restregarse los ojos con sus manitas cuando, repentinamente, su mirada se cruzó con los ojos de su abuelo.

— Mi niña, en la vida te caerás muchas veces y yo no estaré siempre para darte mi mano y ayudarte. Quiero que te levantes solita.

— ¿Me voy a caer más? No quiero. Caerse duele mucho. Mira, tengo sangre — dijo la niña señalándose la rodilla.

El abuelo miró a su nieta dulcemente y le acarició las mejillas empapadas de lágrimas. Le dio la mano, la ayudó a levantarse y ambos se dirigieron a casa.

***

Al año siguiente, la niña se estaba columpiando en el mismo parque.

Esta vez, estaba ella sola. Su abuelo había fallecido de repente, pero ella aún no lo sabía. Para ella, su abuelo había ido de viaje y no se sabía cuándo iba a poder regresar.

La niña se columpiaba cada vez más alto y, mirando al cielo, recordaba a su abuelo mirando cómo se columpiaba.

Sin darse cuenta, las manos le sudaban y al intentar agarrarse mejor de las cadenas del columpio, se cayó.

En el suelo, con las rodillas cubiertas de tierra y a punto de empezar a llorar, el sol cegó sus ojos. De repente, todo era oscuro, no veía nada. Al abrir los ojos, vislumbró de forma borrosa el rostro de su abuelo.

— Mi niña, ya no estoy contigo, no puedes coger mi mano. Pero cuando sientas cómo el aire te mueve el pelo, seré yo acariciándote las mejillas. Cuando sientas que el sol te calienta, seré yo deseándote un buen día al despertar. Cuando sientas el frío de las gotas de lluvia, seré yo diciéndote que no pasa nada por estar triste: hay que pasar por la tristeza para poder llegar a la felicidad. Mi niña, estaré contigo en cada momento en que conozcas una emoción nueva: seré yo quien esté contigo, aquí — dijo señalando el corazón de la niña.

La niña volvió a cerrar los ojos restregándose las lágrimas y, al abrirlos, su abuelo ya no estaba. Había desaparecido.

***

La niña tiene 27 años, ya no es una niña. Sin embargo, aún llora cuando se cae.

— Abuelito, me he caído. ¿Me ayudas a levantarme? — expresó al aire mientras sus lágrimas brotaban.

Saliendo del coche, sintió cómo el aire pasaba por ella en forma de ráfaga: su pelo empezó a arremolinarse y a volar delante de sus ojos.

Mientras iba andando desde el coche a su casa, sintió la calidez del sol y, aunque estaba triste, sus mejillas recuperaron el color.

Al girar la llave metida en la cerradura, escuchó las corrientes de agua de un grifo abierto.

Entonces lo supo, su abuelo estaba con ella. Ella estaba triste y él apareció con el ambiente para recordarle que se va a caer más veces, que llorará otra vez, pero que a pesar de todo, él está con ella: sintiendo con ella.

***

La vida continúa, a pesar de las caídas.

Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad.

Vladimir Nabokov.

ALEA IACTA EST

Mi sangre corría entre sus dedos. Me miraba fijamente mientras su puñal aún seguía clavado en mi estómago. Todo había salido según lo planeado: nos miramos y no hizo falta palabra alguna para saber que era el «adiós» definitivo.

Me da rabia admitir, a unos segundos de morir, que me he visto obligada a llegar a este extremo… Normalmente, una chica de mi edad se preocuparía más por estar guapa, saber combinar la ropa, pintarse bien las uñas, ser coqueta y gustar a los demás. A mí eso no me preocupaba en absoluto, ya lo tenía todo… hasta que me lo arrancaron de las manos.

Se llamaba Vladimir Vasíliev y solo yo podía llamarle Vova. Recuerdo que me contó que sus abuelos le llamaban así cuando aún no se habían visto obligados a deshacerse de él. Para él era especialmente doloroso recordar aquella época y cuando nos conocimos me imploró que no le preguntara más sobre su pasado, no lo soportaba. Al principio no podía evitar gastar bromas acerca del diminutivo de su nombre, se me hacía raro llamarle así sabiendo que en España adquiere otro significado. Me acostumbré tan rápido a tenerle siempre a mi lado que cuando no podíamos vernos me costaba respirar… Me enamoré de este ruso a pasos agigantados aún sabiendo que este amor no podría durar debido a las circunstancias. Él tendría que irse en un futuro más cercano que lejano y yo me quedaría sola, otra vez.

Los acontecimientos dieron un giro de 180 º cuando una furgoneta negra blindada con los cristales tintados paró a nuestro lado y nos secuestró.

Y aquí estoy… perdiendo sangre y sintiendo el cuerpo cada vez más frío, en una estancia oscura y húmeda en algún lugar de la helada Rusia. ¿Por qué estoy perdiendo sangre? Muy fácil. Al parecer, morir es la única forma de salir de aquí. Vova ha trazado un plan. Mientras nuestros secuestradores creían que estábamos sedados, en realidad hablábamos de las historias de niños secuestrados que le contaban cuando Vova era pequeño. Esas historias encierran muchos detalles que nos pueden venir de perlas para salir de este infierno congelado. El primer detalle es que si te secuestran por ser de una familia importante y adinerada, lo más probable es que tus secuestradores quieran pedir un rescate, por lo que te mantienen con vida para poder conseguirlo. Teniendo esto en cuenta, Vova decidió que lo mejor era hacerles creer que no podrían conseguir ningún rescate si estábamos muertos. Así que, aprovechando la noche y la oscuridad, recurrió a sus antiguas mañas para hacerse con un puñal. Llegado el momento, se clavó a sí mismo el puñal y, manchado con su sangre, me lo puso en las manos.

Siempre he sido débil y quitarme la vida no ha entrado nunca en mis planes. Le pedí que fuera él quien sesgara mi aliento. Lo hizo. Me iré a la tumba recordando cómo me besaba con fuerza mientras me apuñalaba en el estómago.

Ya es por la mañana. No viene nadie a ver qué hacemos. Normalmente, a eso de las diez de la mañana aparece un tío con pasamontañas y forrado del todo diciendo cualquier cosa en ruso que solo Vova puede entender. Hoy no viene nadie. Me estoy quedando sin fuerzas… Apenas puedo respirar. Vova está tumbado a mi lado. Ha perdido mucha más sangre que yo y probablemente ya esté muerto. Oigo pasos, se acerca alguien. Noto cómo intentan abrir la puerta… Trato de girar la cabeza para mirarle una última vez: entre sus labios y los míos se puede saborear cómo nuestra sangre se mezcla en el trozo de suelo que nos separa.

Me quedo inmóvil.

Silencio.

Oscuridad.

Frío.

DICTUM, FACTUM

Siento.

Siento la suavidad de la brisa acariciándome la cara. Puede ser que mis sentidos me engañen después de tantos días sin saber siquiera si iba a volver a ver la luz del sol. Intento con todas mis fuerzas abrir los ojos, pero me cuesta demasiado. Lo sigo intentando, tengo la sensación de que la luz va a cegarme en cuanto abra los ojos… Siento el calor de una mano agarrando con fuerza la mía. Siento cómo alguien respira cerca mí. Eso me da el valor suficiente para abrir los ojos de una vez, pero me cuesta mantenerlos abiertos. Veo una forma borrosa sobre mí, un rostro de cabellos oscuros… Le reconozco. Es Vova.

¿Cómo estamos vivos? La persona que entró por la puerta aquella mañana era Natasha Vasílieva, hermana de Vova y una espía internacional que trabaja, la mayoría de las veces, por su cuenta.

Natasha es de esas hermanas que no hacen más que adorarte, pero de lejos. Jamás he visto una belleza similar. Sin duda es la mujer más hermosa que he tenido el placer de conocer. Vova nunca me había hablado de su hermana.

Estamos en un barco, un acorazado, en medio del océano (vete a saber cuál) y sin un rumbo definido. De repente noto cómo un escalofrío me recorre el nacimiento de la espalda hasta erizar los abuelillos de la nuca… El viento arrecia, y empieza a caer la noche. Vova me coge de la mano y me conduce dentro del barco, hacia uno de los camerinos principales.

Se hace noche cerrada y no puedo evitar abrazarle.

Silencio.

Calor.

Sexo.

Sueño.

VERITAS OMNIA VINCIT

La fuerza del oleaje sacude el acorazado cada vez con más vehemencia y nosotros dormimos abrazados, ajenos al resto del barco, disfrutando del tacto que producen nuestros cuerpos entrelazados.

Oigo su respiración palpitar en mi pecho, su cabeza está apoyada sobre mis senos, sus piernas se cruzan con las mías bajo las mantas, y nuestras mentes se elevan libres. No hay sensación más placentera que aquella que te produce la felicidad plena. Así era estar con él: felicidad plena.

El vaivén despierta a Vova. Siempre ha tenido un sueño muy ligero: necesita dormir totalmente a oscuras para poder conciliar el sueño y, sobre todo, necesita silencio… y en un barco en mitad del océano puede que no se oigan voces, pero se oye el repicar de las olas contra la chapa del barco. Además del ruido que produce el mar, se oye un tintinear de llaves cerca del camerino donde estamos.

Me indica mediante señas con las manos que permanezca en silencio mientras él inspecciona el pasillo… No hay nadie. Sin embargo, las llaves continúan tintineando. Alguien llama a la puerta. Es Natasha.

Siempre ha habido cierta hostilidad entre Vova y su hermana, pero esta mañana se palpa en el ambiente que algo no va nada bien. Los hermanos se miran con inquina, como si de pronto se hubieran convertido en enemigos mortales. Finalmente Natasha se marcha y Vova me cuenta lo que ha venido a decirle: estamos llegando a la costa de Noruega (hemos bordeado Rusia por el norte).

Después de varios minutos en silencio, Vova me confiesa que tiene la sensación de que su hermana está detrás del secuestro, cree que ella es capaz de eso y de mucho más si hay dinero de por medio.

Mientras Vova está de pie frente al espejo del baño del camerino, yo me levanto de la cama y me acerco a él por detrás, desnuda. Le abrazo de la manera más sensual que mis manos pueden llegar a interpretar. Él se gira hacia mí. Me agarra muy fuerte. Me besa. Me vuelve a besar. Noto cómo el calor del momento corre por mis venas revolucionando el ritmo de mi respiración. Estoy excitada. Él está excitado. Le beso como si la vida me fuera en ello, necesitaba que su mente dejara de divagar en ideas conspiratorias y que me poseyera. Necesito poseerle. Siento tal atracción hacia él que soy incapaz de contener mis impulsos: la pasión acompañada de la brusquedad se manifiestan al llegar a la cama tropezándonos con el poco espacio. Hoy soy una fiera que no conoce la civilización, y la cama es mi alijo. Vova es mi experimento. Yo soy su ingrediente secreto.

Hemos hecho el amor, hemos follado, como si hoy fuese nuestro último día juntos.

Nos quedamos dormidos bañados en sudor.

ROSA, ROSAE

El temporal parecía que amainaba cuando pisamos el puerto en la costa de Noruega.

Al desembarcar, Vova y su hermana se miraban de manera cómplice en busca de una razón por la cual el puerto estaba vacío: no había ni un alma en los muelles.

Aquí estamos, en la otra punta del mundo. La herida causada por el apuñalamiento desesperado de hace dos noches me arde, y el aire frío hiela mis napias… Nunca he respirado un aire tan puro, ni tan congelado. Noto pequeñas estalactitas en las pestañas y las distingo perfectamente al levantar la vista.

Vova me lleva de la mano por un camino que conduce al pequeño pueblecito que se ve a lo lejos. La nieve cubre las montañas junto a un disfraz de distintos tonos de verde. Puedo distinguir florecillas blancas a los lados del camino, pequeñas flores silvestres y salvajes.

Un olor a pan recién horneado pasea por mis fosas nasales a la vez que yo paseo con mi chico ruso. Las tripas empiezan a hacerse presentes rugiendo como fieras antes de atrapar a su presa. Le aprieto la mano a Vova en señal de mi hambre voraz, para detenernos.

Tenemos una casita de cuento de hadas delante de nosotros despidiendo por la chimenea un olor especial. Igual es debido a mi estómago hambriento, pero juraría que ese olor me es familiar.

Vova llamó a la puerta con la sana intención de pedir permiso para hacerle una visita al cuarto de baño y comer algo. El cansancio le daba un aspecto amigable, nadie se atrevería a decir que no a esa carita con ojitos de cordero degollado. El hombre que nos abrió la puerta me resultaba conocido, y era extraño porque nunca antes he estado en Noruega (más bien nunca he salido de España). Nos dejó entrar en la casita de ensueño muy amablemente, pudimos asearnos, comer un poco y descansar frente al fuego de la chimenea. El desconocido no dejaba de mirar fijamente a Natasha y ella parecía cada vez más inquieta. Vova y yo nos mirábamos pensando que podría haber algo entre ellos…

Otra vez, ese olor tan particular vuelve a cautivarme y decido seguirlo. Me veo arrastrada hacia un pequeño jardín en la parte trasera de la casa debido al olor de las rosas. Ese olor me resultaba tan familiar porque fue lo último que sentí antes de que nos secuestraran. Uno de los hombres enmascarados olía especialmente diferente al resto y era esta particular fragancia.

El extraño dueño de la casa me sorprendió inspirando el aroma de sus flores, y me sobresalté. Me sentí acorralada. Vova me miró. Al intentar dirigirse a Natasha, ésta estaba apuntándonos con un arma blanca. Todo era una trampa.

Seguimos secuestrados.

NATASHA VASÍLIEVA

Vova siempre ha descrito a su hermana como una persona interesada, pero preciosa. De esto último no había ninguna duda.

En los últimos días he experimentado cómo mi cuerpo, rebelde, se sentía atraído por su elegante y esbelta figura. Nunca me había sentido atraída por las mujeres, y esta era una de esas primeras veces. Seguimos en casa del desconocido de las rosas.

Una noche (llevamos aquí alrededor de tres días), Natasha se me acercó sigilosamente y me puso la mano en la boca para que no gritara. Me obligó a levantarme y me condujo a una de las habitaciones del piso de arriba de la casa. La habitación se veía solamente iluminada por la luz de las velas.

Natasha me empujó hasta la cama y me ató las manos al cabecero, una a cada lado. Me separó las piernas y me ató los tobillos al pie de la cama. Me vendó los ojos con sus bragas. Sentí cómo cogía algo de la mesa, era un utensilio que hacía ruiditos metálicos. De repente noté que me cortaba la ropa: primero la camisa, después el sujetador, y acto seguido los pantalones. Me dejó las bragas puestas. Sentí cómo sus manos, frías, acariciaban mi piel. Se paseaban por mi cuello provocándome escalofríos por todo el cuerpo. Me acariciaba los senos, bordeando su forma. Me pellizcaba los pezones de una manera tan sensual que no pude evitar excitarme hasta el punto de humedecerme. Tenía una mordaza en la boca, no podía hacer nada más que dejarme llevar. Empezó a besarme y a lamer mis pezones… Bajaba por el esternón hasta llegar al nacimiento del bajo vientre. Con sus manos, especialmente frías, rasgó la tela de mis bragas hasta destrozarlas. Siguió paseando su lengua por mi ombligo y yo sentía ese placer previo antes de llegar al orgasmo. Estaba atada, no podía moverme. Pero tampoco quería moverme. Estaba experimentando algo nuevo que quería seguir saboreando. Natasha seguía besándome, me besaba el clítoris y me daba pequeños mordisquitos. De repente dejé de sentir nada. Había parado. Súbitamente, noto que me introduce algo: tiene una consistencia firme pero a la vez es algo blando. Toca fondo en mis paredes vaginales. Cada vez me penetra más fuerte y más rápido, a la vez que Natasha me muerde los pechos.

Sigo atada.

Desde arriba caen sobre mí pequeñas gotas de cera caliente. Siento que la piel me arde, pero es un calor tan sutil y placentero que no me importa seguir sintiéndolo.

Sigo sintiendo que me penetran, pero ahora me veo obligada a arquear la espalda porque está poniendo algo debajo de mí. Estoy atada, y totalmente arqueada. Todo mi cuerpo se va endureciendo. De mi orificio vaginal caen chorros de líquido, mientras siento que Natasha introduce algo esférico en mi ano.

Duele. Pero es un dolor que ansío seguir sintiendo. Noto que me pone pinzas en los pezones. Siento tres tipos de dolores distintos que al mezclarse me llevan lejos.

Estoy perdiendo la consciencia. El placer me está superando. No me quedan fuerzas para seguir aguantando.

Siento.

Deseo.

Me desmayo.

Abro los ojos.

La estancia está a oscuras y no distingo nada, ni siquiera sombras. Noto la presencia de alguien a mi lado. Con mi mano derecha intento palpar y descubrir quién es. Al notar el tacto de mis dedos, se da la vuelta y extiende sus brazos hasta rodearme con ellos y abrazarme. Conozco esos brazos, es Vova.

Quizá mi encuentro fortuito con Natasha solo ha sido producto de mi imaginación. Quizá mi subconsciente ha hecho de las suyas y solo ha sido un sueño más. Quizá.

NUDITAS

Es mi turno para ir al cuarto de baño. Tengo que ducharme, lavarme la cabeza, hacer por ser un poco femenina.

Estoy en ropa interior delante del espejo cuando oigo pasos a través de la puerta. Alguien se ha parado delante de ella. Cojo rápidamente una de las toallas destinadas a mi uso y dejo que quien sea llame.

El picaporte de la puerta está girando lentamente, como si no se quisiera hacer ruido bajo ningún concepto.

Vova apareció en un instante al abrirse la puerta. Estaba tan desnudo o más que yo. Fue verle y sentir todo mi cuerpo convulsionar de deseo. Hacía muchísimo que no nos dábamos una ducha juntos. Poco a poco se va acercando a mí, hasta tocarnos prácticamente con los torsos. Él acerca sus manos al cierre de mi sujetador e intenta desabrocharlo con sutileza. Noto cómo se cae al suelo. Vova va acariciándome la cintura hasta llegar a la parte superior de las bragas. Lentamente, va deslizando sus dedos hasta dejar mi culo totalmente al aire. La desnudez nos embriagaba… Estábamos solo nosotros. Vova y yo, como antaño.

Empezamos a besarnos tan apasionadamente que casi me hace una herida en el labio al morderme.

Me abraza.

Le abrazo.

Reciprocidad.

Abro el grifo y dejo correr el agua hasta conseguir la temperatura perfecta. Nos metemos en la ducha y, empapados, hacemos el amor. Desnudos, mojados, entrelazados… Los diez minutos estaban a punto de expirar. Un estruendo sacudió toda la casa. De repente vimos caer todos los frascos de colonia, y los muebles se tambaleaban sobre sí mismos. Vova creía posible que pudiera ser un terremoto.

Enseguida salimos de la ducha y nos vestimos. Al abrir la puerta del cuarto de baño nos encontramos a Natasha inconsciente bajo los escombros, y al hombre misterioso muerto en el suelo, muy cerca de mi hermosa cuñada.

Los temblores parecían haber cesado. Éramos libres.

PROFUGIO

La tierra temblaba bajo nuestros pies, pero no podía pensar en quedarme esperando a que ésta dejara de moverse. El destino nos había abierto una ventana de escape y no iba a desaprovecharla. Vova, sin embargo, contemplaba a su hermana inconsciente y no podía reprocharle el que soltara de repente una lagrimita.

Algo delante de nosotros nos detuvo en la huida. Era una montaña inmensa situada un poco más allá del pueblo que estábamos dejando atrás. No podíamos seguir hacia delante. Atravesaríamos el bosque nevado. Vova iba marcando el camino delante de mí. La niebla se cernía sobre nosotros impidiéndonos ver absolutamente nada. De pronto Vova se detiene y yo me detengo detrás de él.

Al preguntarle qué ocurría me miró fijamente con un rostro pálido y los ojos ensangrentados. Le cogí de la mano y le llevé conmigo a un claro que se vislumbraba a lo lejos.

Nos sentamos.

Le miré bien, parecía cansado. Hice que apoyara su cabeza en mis muslos para que pudiera dormir y descansar. Yo me quedé despierta y alerta.

El mundo parecía empezar a girar otra vez cuando Vova abrió los ojos.

Mis manos se están quedando sin sensibilidad, apenas puedo sostener el bolígrafo. Han pasado escasamente diez horas desde que estamos a la intemperie. Siento cómo la hipotermia avanza en mi interior. Vova me abraza, no se despega de mí. Él está acostumbrado a este frío invernal y eso me ayuda a luchar.

Los momentos desesperados requieren medidas desesperadas, y pensar en Vova completamente desnudo e imaginarme cómo me penetra, y la fuerza que emplea para ello, me excita y me ayuda a mantener mi cuerpo caliente. El sexo, ahora mismo, me vendría realmente bien: sentir cómo sus manos, grandes, agarran mis senos con vehemencia; sentir cómo sus labios envuelven los míos camuflando pequeños mordiscos en la lengua, ser consciente de lo dura que se le pone la polla cuando le mordisqueo los pezones…

Sí. El sexo sería una bonita forma de combatir el frío y escapar de esta eterna pesadilla de novela negra.

EXCITO, EXCITAS, EXCITARE

Me desperté bajo una superficie blanca, en una cama blandita y caliente, y arropada con el edredón nórdico que me ha salvado la vida.

Por lo visto mi cuerpo no pudo aguantar más el frío y me desmayé. Vova, tras un largo día cargando conmigo, consiguió llevarme al hospital más cercano.

Ahora me llamo Irina Petrova. Vova creyó conveniente no decir nuestros verdaderos nombres por si hay recompensa por nuestras cabezas. Cuando desperté de mi casi muerte por hipotermia, Vova estaba a mi lado, abrazándome: me abrazaba tan fuerte que casi me costaba respirar. Cuando se pone nervioso le cuesta controlar su fuerza. Me susurró algo en ruso al oído, pero no le entendí. Le besé la mano. Le agarré como si fuera mi peluche particular. Vova volvió a estrecharme entre sus brazos. Sentía su torso calentándome la espalda, y sentía cómo su pene se endurecía entre mis nalgas. No cambiaría por nada estos momentos: tengo un novio ruso e insaciable sexualmente. Está hecho a mi medida.

Me pregunto si este tipo de comentarios serán demasiado explícitos para escribirlos en un diario…

Mi excitación provocó que me humedeciera hasta el punto de mojar las sábanas. Me encontraba desnuda prácticamente. Sentí un dolor suave pero fuerte a la vez, en mi interior. El sexo anal nunca había sido santo de mi devoción, pero con Vova toda mi vida sexual cambió de forma radical. Con él me sentía capaz de probarlo todo… y todo lo que probaba me gustaba. Sabe cómo hacerme sentir mujer. Sabe excitarme lo justo y dejarme totalmente satisfecha con muy poco, y sabe darme amor y placer en la misma medida.

Con Vova, el sexo duro es un viaje de ida y vuelta al Paraíso en el que lo experimento todo. Este era un viaje al Paraíso, y ojalá fuera solo de ida. Hoy quería que me poseyera y no me soltara nunca. Quería ser suya. Ya soy suya, pero quería sentirme suya sexualmente.

Filosofando, diría que esta es la forma que tengo de sentirme protegida.

Lo siento.

Lo quiero. Quiero que siga penetrándome, una y otra vez, hasta que no me queden fuerzas.

Orgasmo.

Dulces sueños.

EPÍLOGO

Así acababa el diario de Sofía Méndez.

Él se preguntaba si su historia, tan llena de secretismo, era cierta. Su madre nunca le había hablado de ese gran amor ruso, y nunca conoció a su padre.

Se preguntaba si Vladimir era en realidad esa figura paterna que tanto había deseado conocer y tantas veces había implorado ver en casa por Navidad. Se preguntaba si su hermana gemela se llamaba Irina por haber sido ese el nombre en clave de su madre en su aventura con aquel hombre. Y, sobre todo, se preguntaba si él mismo se llamaba Vladimir en memoria a aquellos sucesos.

Era 24 de diciembre de 2021, y todo estaba predispuesto a la cena de Nochebuena con toda la familia de su madre. Antes de que llegaran todos, bajó hasta la cocina y le enseñó a su madre el diario que había encontrado en el desván. Ella adquirió un pálido semblante al verlo, y se sentó. Pidió a su hijo que se sentara con ella y empezó a contar su historia: todo comenzó siendo una ilusión hace veinte años, una ilusión en la que un joven de origen ruso cautivó su corazón. Con él la vida era peligrosa, siempre estaba en el punto de mira y cada segundo que pasaba podría haber sido el último. Ese fue el motivo por el que Vladimir Vasilièv, muy a su pesar, decidió separarse de su familia. No obstante, dijo una última cosa antes de irse: «volveré a vosotros, sois mi hogar, sois mi Navidad».

Cuando su madre acabó de contar su historia, todo se convirtió en silencio. Hasta que un sonido agudo y breve sacudió la estancia. Había sonado el timbre.

Abrió la puerta.

Lo que ocurrió después ya es otra historia.

Estaba tumbada boca abajo, sintiendo cómo el aire penetraba mis pulmones, y cómo una mano, fría y áspera, me tocaba. Acariciaba la fina línea que marca la columna vertebral de mi espalda mientras yo cerraba los ojos cada vez con más fuerza, esperando que desapareciera. Pero no desaparecía. Algo me invadía por dentro… Asco, repelús, miedo, pavor, pánico, impotencia. Era una mano huesuda, esquelética, que se paseaba libremente por mi cuerpo sin mi consentimiento. Quería moverme, gritar, escapar… Pero me sentía paralizada, sin poder siquiera respirar. Un ruido seco me hizo notar que mis cadenas caían al suelo, ya era hora de darme la vuelta. Aborrecía esta parte… Para no ver su rostro cadavérico y enfermizo cerraba los ojos con tanta fuerza que acababan doliéndome, y al abrirlos notaba pintitas blancas y rosas tintineando en la oscuridad. Me imaginaba que estaba flotando en el universo, cuando en realidad me encontraba encadenada de pies y manos sobre un colchón mugriento deseando dejar de existir.
Solo me tocaba… Me agarraba, me clavaba las uñas en los pezones llenos de yagas, me azotaba con sus asquerosas manos… No veía el día en que esa pesadilla terminara. Lo mejor de la sesión llegaba cuando la celda se quedaba a oscuras… Podía abrir los ojos y seguir sin ver nada, podía descansar aunque me siguiera azotando. Una ya se acostumbra al dolor… Mi cuerpo ya no es un cuerpo, no es nada. Había noches que llegaba a dormir profundamente aún notando sus mordiscos.


No era esto lo que me esperaba cuando le conocí. Era un hombre admirado por todos y compasivo con los demás. No logro entender en qué momento de su vida se pudo retorcer su psique. Como psiquiatra podía imaginar cualquier situación… Pero no esto. Recuerdo que la primera vez que vino a mi consulta me habló de su mujer, de cómo se enamoraron y cuánto la quería. Me habló de sentimientos que no podían corresponder a un psicópata como el que me encerró aquí. Me decía que su padre abusaba constantemente de él y de su hermana, y que su madre se suicidó por no poder enfrentar la situación. Pero él era feliz, había encontrado el amor. Un amor por el que se mueven montañas si es preciso. Ella no las movió, y él tuvo su primer episodio psicótico. Accidentalmente asesinó a su mujer, quedándole así la más dolorosa de las secuelas: la pérdida. Accedí a hacer la terapia en su casa, ya que era un espacio cómodo para él y dentro de su zona de confort. Craso error. Una vez entré, no pude salir.


Me resistía, no quería doblegarme, pero no pude luchar contra la morfina. Cuando me quise dar cuenta estaba tan drogada que no podía distinguir un barrote de un brazo. Fue duro imaginar que me azotaba con barras de metal. Pasaban las horas, y el efecto de la morfina se desvaneció, igual que se desvanece el polvo al soplar. Sentí el dolor, la angustia de ver que estaba metida en una caja, y la confusión al no tener ni idea de lo que había ocurrido. ¿Había sido otra de mis noches locas? ¿Había dado con el pervertido de turno en la discoteca? No. Nada de eso. Estaba sepultada en seis tablones mal montados. Dolor. Todo mi cuerpo desprendía dolor. No podía respirar. Hiperventilaba. La sensación de angustia y de impotencia se apoderó de mí hasta el punto de perder la consciencia.


Volví a despertar, desnuda y en posición fetal, sobre un suelo frío, de piedra, y gris. Mis articulaciones estaban magulladas, y tenía hematomas en muñecas y tobillos. Descubrí un dolor agudo y latente en el vientre y en la pelvis. El miedo me invadió y la hiperventilación se convirtió en una reacción automática. Intentaba reconstruir mis recuerdos, pero eran inconexos entre sí, y no tenían sentido. Quise relamerme el labio y producir saliva, y noté un corte y sabor a sangre. Intenté llevarme las manos a la cara, pero levantar los brazos dolía demasiado… Aún así, conseguí palpar mis mejillas, mis ojos, mi frente, mi pelo… y volví a quedarme dormida.


Silencio.


– Vamos a empezar la terapia – escuché. Era una voz tétrica, inquietante.


Me cubrió el rostro con un trozo de tela negra, ató mis manos a mis piernas haciendo de mi cuerpo una cuna, arqueando mi espalda. Me abrió las piernas, empezó a tocarme. Metía sus dedos delgados en mi culo, y en mi vagina, al mismo tiempo que tiraba de las cuerdas hacia arriba y me levantaba del suelo.
Me sentía tan cansada, el cuerpo me pesaba tanto que ya no me importaba dejarme caer. Así acabaría todo.


– Mi mujer era una santa, ¿sabe? Ella se desnudaba lentamente para mí, y se ofrecía a mí, sumisa. Quería que la dominara. Éramos felices.


Ahora entiendo muchas cosas.


Grité de dolor, y me estremecí, cuando sentí que me tiraba de los pezones con algo. No podía soportar tanto dolor acumulado. Grité cuanto pude.


– Así es la terapia. Para volver a ser feliz, tiene que completarla. ¿No fue lo que me dijo usted?


Me desvanecí.


Después de días, noches, y más días, y más noches, me acostumbré a la terapia. Llegué a creer que la necesitaba y me impacientaba que no me torturara. Era el pan que nunca podía faltarme, y el agua que me satisfacía. Lo deseaba.
Pasaban los años y desarrollé un claro síndrome de Estocolmo. Todo lo que ansiaba era que él estuviera a mi lado, le suplicaba que hiciéramos terapia. Y me encantaba verle sonreír, aunque me repugnaran sus dientes amarillos casi putrefactos.


Un día, recuerdo que faltó a la sesión matinal, y pensaba – no pasa nada, vendrá–. Pasaban las horas y tampoco apareció a la sesión vespertina… Ese día tocaba reproducir una de las escenas de la novela Justine (decía que Sade era su inspiración). Empecé a impacientarme, y se me aceleraba el corazón hasta el punto de querer salir del pecho. Llegó la noche y no apareció para penetrarme…


Días después me llegó un hedor insoportable, que se filtraba por el conducto de ventilación que llegaba de arriba. Había muerto y su olor a putrefacto impregnaba toda la casa.
Los vecinos no tardaron en darse cuenta y llamaron a la policía. Me encontraron encadenada, lacrimógena, desnutrida y desnuda…


El resto de la historia ya es de dominio público.

Todos tenemos una parte masculina y una parte femenina dentro de nosotros, y el corazón es el órgano que las junta y las hace una sola.

Supongo que la gracia que antes bañaba mis manos, ha ido desapareciendo poco a poco, con la incertidumbre de descubrir si por fin iba a atreverme o no.

Hace mucho tiempo que intento conocerme a mí misma: conocer los impulsos de mi órgano cardíaco, aparte del evidente latido necesario para poder vivir. Mi corazón es uno de los personajes que envolverán esta historia llena de preguntas sin respuesta, a las cuales bautizaremos como la sagrada congregación de las Hermanas Retóricas. A este personaje que marcará la alegoría del corazón, le llamaremos Miocardio (por hacer un guiño a sus funciones biológicas).

Bien, ¿por dónde íbamos? Ah, sí: conocer los impulsos de Miocardio. Para llevar a cabo esta épica y sanguinaria hazaña previa a las fiestas de Navidad, es necesario retroceder un poco en el pretérito imperfecto y poneros al corriente de lo que ocurría entonces.

Estábamos en un pueblo de Huesca, perdiéndonos por las calles y los senderos de montaña rodeados del Bosque mágico de las Hadas, cuando de repente Miocardio sintió un impulso acelerado en sus ventrículos. Fue un impulso extraño. Aquí, la expresión «me dio un vuelco el corazón», sería bastante acertada.

Éramos cuatro en aquel momento. Vamos a ver si somos capaces de jugar con las palabras y presentaros de una vez a estos cuatro: Ibkar y Quío. Estos van a ser los nombres elegidos para referirnos a los cuatro susodichos. Ibkar engloba a una pareja que no se encuentra todos los días (una pareja fuera de lo corriente, que se admira, se quiere, se comunica, se escucha, se hiere y se perdona). Quío, en cambio, encierra a dos personas desconocidas entre ellas que, últimamente, están descubriendo cosas. Una de las personas que se esconde en Quío, tiene a su pareja a kilómetros de distancia y guarda el deseo de encontrar respuesta en las Hermanas Retóricas.

Ibkar y Quío estaban memorizando ubicaciones dentro del pueblo, y lo hacían bajo los efectos de ciertas sustancias prohibidas. Miocardio no hacía más que experimentar nuevas sensaciones, consecuencia de los efectos de las sustancias en cuestión; pero cierta ocasión le sirvió de precedente para creer que podría ser por otra cosa muy distinta. Aquí empezaron sus problemas. Ibkar iba por su cuenta, delante de Quío, hablando consigo mismo y debatiendo, riéndose y abrazándose. Quío, sin embargo, iba reinventando palabras y maquinando locuras psicodélicas que, a medida que avanzaba la noche, se acabaron convirtiendo en una sucesión de secuencias poéticas en otro documento de Word. Mientras Ibkar iba adelantándose, y Quío caminaba al unísono y zigzagueando, Miocardio empezó a sentir. Vamos a dejarlo ahí.

Esa misma noche, Ibkar estaba en la litera de arriba, y Quío en la de abajo. Habían juntado las camas para que la parejita pudiera dormir plácida y románticamente. Las dos personas que integraban Quío se miraban mientras los de arriba ya dormían. La parte femenina se quedó dormida enseguida. De repente, Miocardio se aceleró de tal manera que no pudo evitar despertarse, coger el móvil y empezar a escribir versos sin ton ni son. Y durante todo ese proceso, no dejaba de mirar a su compañero de al lado, que afortunadamente estaba frente con frente a su mirada.
Todo se volvió laberíntico, como si las emociones estuvieran expresadas bajo la codificación de los jeroglíficos antiguos. Miocardio seguía creyendo que aquel impulso que sintió, fue causado por la parte masculina de Quío. No podía dejar de mirar a esa parte de la ecuación. Cerraba los ojos, pero enseguida volvía a desvelarse y volvía a sentir la necesidad de escribir.

A la mañana siguiente, aunque todo parecía verse con más luminiscencia, la parte femenina de Quío estaba más inquieta y acelerada que nunca: buscaba con la mirada los labios de su compañero, deseaba con ardor poder rozarle… pero estaba de espaldas a ella y Miocardio no tuvo más remedio que seguir soñando.
Salió al jardín e hizo un calentamiento lento y completo mientras esperaba, ilusa de ella, que su parte masculina saliera a su encuentro. Sin embargo, se quedó dormida en el césped, abierta de piernas. Miocardio seguía sintiendo acelerones en sus ventrículos… Empezó a dialogar consigo mismo intentando llegar a las Hermanas Retóricas en busca de respuestas. Pero fue imposible.

Para poder acceder a sus ansiadas respuestas, las Hermanas Retóricas le dieron tiempo de contemplación y meditación, además de una lista con sus nombres:

¿Por qué me siento así?

¿Por qué no quiero hablar con él?

¿Por qué creo que necesito estar a su lado?

¿Sigo enamorada?

¿Estoy enamorándome otra vez?

Así, con esta lista, Miocardio se puso a meditar, a pensar consigo mismo y a discernir cuáles podrían ser las posibles respuestas.

Hemos creído oportuno guardar la ambigüedad y no ser muy precisos en cuanto a los nombres de las Hermanas Retóricas, ya que el misterio es uno de los ingredientes principales de esta historia.

Podemos deducir, en base a todo lo narrado hasta ahora, que Miocardio se debate entre su ya estipulado amor, y un posible amor en ciernes que no se sabe cómo ha surgido ni si va a alguna parte.

Quizá se trate solo de una transferencia emocional de una parte masculina a una parte femenina y, en consecuencia, la parte femenina se ha quedado invalidada temporalmente.

O puede que simplemente sea una fuerte e irresistible atracción sexual que hay que evitar.

No es una situación agradable para su pareja, pero Miocardio da saltos dentro del pecho cuando la parte masculina de Quío anda cerca. Todo lo que compone esa parte hace vibrar a la otra… El tono de su voz, sus movimientos, sus ojos, su melena y su barba a la misma altura… Pero, sobre todo, su forma de ser con los demás. Eso último revoluciona los esquemas de Miocardio.

Desde que volvieron de ese viaje, Miocardio ha estado evitando a toda costa el contacto visual y virtual con Quío masculino… Quizá por respeto a su pareja, o por miedo al futuro. No fue nada fácil para su parte femenina ignorar los impulsos de Miocardio y decelerar las sensaciones que producen la presencia de Quío masculino.

No resulta muy objetivo narrar una historia en la que los propios personajes son emociones, sensaciones, impulsos, y partes escindidas de distintas personalidades. Pero acaba siendo irremediable la necesidad de hacerlo. Esto es exactamente lo que ocurre y el porqué de esta tonta historia sin pies ni cabeza.

Miocardio lleva un tiempo sintiendo que todo se ha acabado, que no hay vuelta de hoja, que la historia que comenzó hace dos años y tres meses de forma mágica, ha llegado a su inevitable final. Lo lleva pensando mucho tiempo. Sin embargo, no es capaz de poner punto y final a esa relación… quizá por el tiempo que ha pasado, por los momentos inolvidables, por los recuerdos de las buenas sensaciones… No lo sabe. Pero no quiere terminar. Miocardio se encuentra en un momento de indecisión, entre la espada (apuntando directamente hacia él) y la pared. No sabe cómo ha llegado hasta ese punto. Tampoco quiere saberlo. Solo sabe que no sabe lo que está sintiendo, no tiene ni la más remota idea de si es amor lo que sigue recorriendo sus impulsos ventriculares (hacia su pareja), o es simplemente cariño (un cariño infinito que jamás va a desaparecer pero que, por desgracia, ha dejado de ser amor). Cree que ha traicionado ese amor que posiblemente ya no sienta… pero, por otro lado, no se puede evitar dejar de sentir… o dejar de estar enamorado. Esas cosas acaban pasando.

Las Hermanas Retóricas siguen taladrando las sinapsis de la parte racional de Miocardio… Él ya no puede más.

Junio, 2019

Feliz Día de las Escritoras.
Qué mejor manera de conmemorar este día que escribiendo…
Escribo porque muchas mujeres antes que yo escribieron y fueron mi ejemplo.

Rocío G. Soldevila

Podía ver la soledad en plena Naturaleza cada vez que abría los ojos por las mañanas: era capaz de sentir cómo aquel sauce llorón, casi al borde del río, se ahogaba en sus propias lágrimas al saber que nadie le guardaba en sus pensamientos…
Moonlight cada vez estaba más segura de que el ser humano no merecía disfrutar de las maravillas de la Naturaleza: ella misma experimentaba a diario la falta de interés, de tacto, por parte del hombre; pero, sobre todo, era consciente de lo triste que era su vida al tener un dueño tan desconsiderado como el señor Alejandro… Era desconcertante, puesto que su propio nombre significa «hombre protector», «el gran salvador»; Moonlight imaginaba con frecuencia que el señor Alejandro era en realidad el famoso macedonio Alejandro Magno, y que conquistaba, junto a él, grandes ciudades… Ese pensamiento era lo único que la sacaba de su triste existencia como “yegua florero”… Sí… El señor Alejandro solo presumía de ella ante sus amistades, porque, en efecto, Moonlight era una yegua preciosa y digna de admiración… Pero jamás la cuidaba, nunca salía a galopar con ella, ya no le daba sus zanahorias favoritas, ni tampoco la cepillaba… El señor Alejandro se olvidaba por completo de Moonlight cuando no había nadie ante quien presumir…
Cuando apenas era una potrilla, Moonlight fue entregada a la familia Montoya: en aquella época era un apellido importante en la región y formar parte de tal familia era sinónimo de esperanza por prosperar y llegar a ser alguien en el futuro.
Alejandro Montoya tenía entonces dieciséis años, una edad perfecta para enamorarse por primera vez y descubrir, poco a poco, el maravilloso poder del corazón. Cuando Moonlight le vio, desde ese primer momento quedó atrapada en su mirada: esos preciosos ojos color aceituna embaucaban a cualquiera, y ella, sin apenas saber nada del mundo, le entregó su alma…
La pequeña Moonlight era, curiosamente, un regalo para el joven Alejandro, quien la recibió con el corazón y los brazos abiertos. Los primeros días juntos fueron maravillosos: un sueño para cualquier caballo, ser querido, admirado, y cepillado (lo mejor del mundo para Moonlight era que la cepillaran esas largas crines que siempre se le enredaban).
Moonlight fue creciendo hasta convertirse en la deslumbrante yegua que es ahora… y Alejandro salía a cabalgar con ella cada amanecer de cada nuevo día.
Una tarde de otoño, el patriarca de la familia Montoya, el abuelo de Alejandro, fue encontrado sin vida en una zanja a las afueras del rancho… La policía determinó que probablemente habría muerto a causa de algún animal salvaje.
La desesperación y la rabia que sintió Alejandro en aquel momento acabaron por endurecerle el corazón: su abuelo era una persona insustituible en su vida, era quien le había enseñado todo; su abuelo fue el primero que le habló acerca de la magia en la mirada del caballo, y también el único familiar directo, vivo, que tenía (el resto de los miembros de la familia eran parientes lejanos para él). Fue su abuelo quien le enseñó a montar a caballo y quien insistió para que cuidara de Moonlight cuando ésta llegó a sus vidas.
El mismo día que encontraron muerto a su abuelo, Alejandro decidió que la vida había dejado de tener sentido y que sin él, no sería apto para cuidar de su yegua…
Para Moonlight fueron tiempos muy confusos: no entendía por qué el abuelo no iba a verla como siempre hacía, y lo que menos comprendía era que el joven Alejandro ya no cabalgara con ella para ver amanecer… Parecía que el sueño que había empezado a vivir cuando llegó se había terminado y por fin había despertado: su vida era esta, estar sola, sobrevivir sola, relinchar sola, todo sola… ese sería su epitafio.
Mientras su yegua dormía en el establo, Alejandro suspiraba: ya no le quedaban lágrimas, no podía llorar más. Debido a ello, creyó que había dejado de sentir. Así siguió creciendo: pasaron los años, pasaban las estaciones, hasta llegar a ese invierno metafórico al que todo el mundo llega en su momento. El joven Alejandro, que había pasado los primeros dieciséis años de su vida siendo una persona cariñosa, sentimental y generosa, pasó a convertirse en el señor Alejandro Montoya, único heredero del rancho familiar, y una persona completamente distinta: fría, calculadora, sin sentimientos…
El tiempo pasaba para todos, y también para Moonlight: ella llegó a su edad de madurez teniendo la firme convicción de que moriría sin haber recuperado su alma. Ya no recordaba lo que era ser dueña de sí misma… había olvidado hasta cómo galopar… hacía tantísimo tiempo que no salía a la Naturaleza y corría a pleno pulmón… Todos aquellos días procedentes de aquel sueño maravilloso se habían perdido hace mucho tiempo en su memoria. Y, aún así, ella seguía esperando un milagro: a veces imaginaba con mucha nitidez el momento en que Alejandro entrase de nuevo en su cuadra y la sonriese como antaño, mientras la miraba con sus ojos aceituna poseedores de su alma… Sí, a veces lo imaginaba
con tanta fuerza que confundía su particular ficción con la realidad y relinchaba de felicidad sin darse cuenta.
Una noche, Moonlight pareció escuchar un ruido extraño cerca de los establos…
Cuando se quiso dar cuenta de que algo pasaba, aquel hombre desconocido con un parche en el ojo, ya se había abalanzado sobre ella al mismo tiempo que se disponía a herirla con la navaja que sujetaba…
Todo se convirtió en una imagen negra, todo era oscuridad, no podía ver nada… pudo ser capaz de sentir algo: era un dolor agudo, agonizante, que no sabía dónde localizar… Dolía cada vez más y con más fuerza… No pudo evitar relinchar de puro dolor, pura desesperación.
Alejandro volvió a ver a su abuelo en sus sueños: volvió a ver su muerte, volvió a sentir lo que sintió cuando era joven… ese dolor…
De repente, despertó bañado en sudor y sintiendo las palpitaciones del corazón por todo su cuerpo… Al abrir los ojos, una fugaz imagen de Moonlight surgió ante él.
Sin saber cómo, una extraña sensación invadió su espacio: empezó a sentirse inquieto, nervioso; notó cómo un dolor punzante recorrió todo su pecho hasta sentir cómo oprimía su corazón… era un dolor desgarrador.
Mientras Alejandro experimentaba tal sensación, la moribunda Moonlight relinchaba sin descanso con la esperanza de que su alma la oyera…
Alejandro volvió a ver ante sus ojos la fugaz imagen de su yegua, pero esta vez pudo distinguir una mirada llena de sufrimiento, y dolor. Una lágrima brotó de sus secos lagrimales y resbaló por su mejilla haciéndose notar al tacto… Alejandro volvió a llorar.
Esa imagen de Moonlight perseguía su mirada: se hacía presente ante sus ojos constantemente, mientras éstos seguían derramando lágrimas.
¿Por qué volvía a sentir de repente? ¿Por qué veía a Moonlight sufrir tanto cada vez que pestañeaba?
Recordó otra vez la imagen de su abuelo muerto y la frase que pusieron en su lápida: «Aquí yace Eros Montoya, patriarca, amado abuelo y amante de sus caballos. Nunca te olvidaremos: tus enseñanzas nos seguirán hasta que cumplamos con ellas, siguiendo tus pasos».
Mientras recordaba aquel epitafio, las imágenes de su abuelo y de su yegua cada vez se hacían más reales.
En ese momento oyó un relincho desgarrador.
— ¡Moonlight! — susurró en plena oscuridad.
De verdad esperaba que esta vez alguien oyera su relincho, rezaba porque así fuera…
Moonlight volvió a relinchar, una y otra vez, cada relincho más desgarrador que el anterior…
La yegua, ya sin fuerzas, pudo notar el rechinar de la puerta del establo y, acto seguido, el sonido de unas botas corriendo hacia su cuadra… ¿Finalmente su imaginación había podido con la realidad? Alejandro apareció ante ella con semblante fatigado, y desconsolado.
Dio gracias por haber sido escuchada, y todo volvió a tornarse oscuro, una oscuridad dolorosa.
Alejandro no podía creer lo que estaba viendo… Sintió cómo su alma se partía en mil pedazos con aquella imagen…
— Si hubiera… — balbuceaba a lágrima viva — Si hubiera estado aquí… Si hubiera mantenido mi promesa… Si hubiera cuidado de ti como prometí hacerlo… — decía entre suspiros y lágrimas.
Moonlight abrió los ojos: sus miradas volvieron a encontrarse como aquel lejano primer momento. Algo se movió en sus corazones, y en sus ojos, de repente, nació un destello. Moonlight se había reencontrado con su alma, de la que se separó hace muchos años, y volvió a ser su propia dueña.
Alejandro experimentó el nacimiento de un vínculo entre ellos al mirar a su yegua directamente a los ojos: percibió un gran destello en su mirada. En ese momento supo que jamás volverían a separarse.
Moonlight sobrevivió gracias a su inquebrantable fe en que volvería a ver a Alejandro.
Alejandro volvió a conocer los sentimientos gracias a un doloroso recuerdo, que por fin ablandó su corazón.
Ambos aprendieron que la lucha y la superación van de la mano: no puede existir una gran batalla sin dos contrarios que la lleven a cabo… Esa vez fueron la soledad y la fe, para Moonlight; y el dolor ante la pérdida, y la aceptación, para Alejandro.
Todo forma parte de la vida: el dolor, el sufrimiento, la soledad, la ilusión, el recuerdo, la muerte… Todo, incluso lo malo, enriquece la existencia del ser humano.
Alejandro Montoya aceptó que la muerte es parte de la vida y la enriquece con sabiduría: ese momento de aceptación ante la pérdida fue lo que permitió a su corazón volver a sentir, fue lo que procuró la
supervivencia de la preciosa Moonlight, quien a día de hoy sale a cabalgar cada amanecer con Alejandro… con quien a día de hoy comparte su alma: ambos compartieron un pedazo de su alma aquel día, ese es su vínculo. Esa es la magia de la mirada del caballo de la que hablaba el abuelo.
Todo está destinado a ocurrir: sea bueno, o malo, felicidad o tristeza; el hombre debe aprender de ello.
Precisamente, los grandes vínculos surgen de esos grandes momentos que resultan ser reveladores en la vida.

Ilustración dibujada por la autora.