Abriendo esta página, abres esta arca donde guardo mis palabras: leyéndome deducirás que son las palabras las que juegan conmigo, bailando con este corazón tímido de escritora, y no al revés.
Al despertar cada mañana me encuentro tacto a tacto con una sensación que no me deja abandonar mi cama para empezar a vivir mi día a día otra vez.
Es una sensación caracterizada por ser suave, delicada, y abrumadora en ocasiones.
Mientras mis ojos están cerrados, mi piel entra en contacto con esta sensación embaucadora y sutil. Sigue siendo una sensación cálida, pese a la frescura que impregna mi cuerpo la primera vez.
Me atrevería a decir, sin siquiera pensarlo dos veces, que esta es la sensación que me ayuda a conciliar el sueño cuando mis pensamientos no quieren mantenerse quietos. Quizá es la sensación que me proporciona la tranquilidad mental que me falta durante las horas de sol.
Sigue siendo una sensación efímera que desaparece por las mañanas, al despertar.
Despierto y mis extremidades empiezan a ser conscientes, otra vez, de la comodidad que destila esta sensación noctámbula. Quizá la nocturnidad, que siempre me ha mantenido despierta porque (no sé el motivo) me siento más viva, es la que impulsa mi adicción a esta sensación: llegan las horas de la albada y no quiero que desaparezca.
«No despiertes. La cama sigue abrigando el calor y las sábanas limpias siguen intactas. Por las esquinas de la ventana llega el amanecer, con su color de sol de entretiempo y su forma de esfera.
No despiertes sin pensar fugazmente que la vida de noche nos ha llamado. Y escucha en el silencio: sucediéndose acercándose, ruidos de motor bajo la ventana… Amanece.
No despiertes».
Despierto y mi sentido de la vista sigue nublado por las legañas que todavía no me he limpiado.
Despierto y mis manos siguen abrazadas a mi cuerpo agarrando con fuerza la levedad de mis sábanas.
Despierto y los silencios empiezan a desvanecerse con las conversaciones que mantienen mis periquitos.
Despierto y me doy cuenta de que el sabor a sueño se ha quedado suspendido en mis papilas gustativas, al tragar por primera vez esta mañana.
Despierto y el olor a café recién hecho se pasea por mis napias haciéndome saber que no puedo demorar más la vuelta a la vida.
Despierto y solo quiero no despertar, porque siento una sensación envolvente que hace que mi cuerpo entero quiera seguir estremeciéndose en el interior de mi cama, hecha de sábanas y un colchón…
Sábanas suaves, delicadas, cálidas, sutiles, que se dedican a mantenerme impactada por el color de su tacto: un color que va a caballo entre la calidez de los días de invierno y el frío de las flores bañadas en rocío al llegar el alba.
Sábanas. Sensación. No quiero despertar. Sábanas.
Mis sábanas.
Aunque a tu lado escuches el susurro de otra respiración. Aunque tú busques el poco de calor entre sus muslos medio dormido, que empieza a estremecer. Aunque el amor no deje de ser dulce hecho el amanecer.
Avia, palabra procedente del latín cuya traducción es «abuela». Guitarra: «Torija», de Federico Moreno Torroba, interpretada por Eva Gómez Soldevila. Voz: Rocío G. Soldevila.
Una voz que me susurra, conversaciones aleatorias mientras transcurren las horas; una voz que firme se para en los momentos precisos, apagando los silencios afincados en soledad… Sigue siendo una voz: su voz.
Su voz preciosa, suave, y a la vez melódica: su voz tangible y abierta, abrazando desinteresada todos mis sentidos. Su voz preciosa, suave, y a la vez adictiva: cuando deja salir sus palabras y ellas, determinadas, se dejan ver… mis ojos colapsan sinestesias; cuando me deja escuchar y mis oídos perciben sus sonidos, cuando habla, siento la calma: «no pasa nada».
Sigue siendo su voz: ella me recuerda en la memoria el sabor a fresa mientras esta vida aún pasa… Sigue siendo ella, su voz, la que me abraza dejándome respirar aquel dulce aroma a suavidad: la suavidad que mis manos aún pueden acariciar. Sigue siendo su voz, ella, la que me cuida.
Su voz, que abraza cálida mis sentidos, me canta en susurros todos los «te quiero» articulados por la lengua…
¿Cuántos «te quiero» pueden pronunciar los labios?
Cada «te quiero» es un beso, un abrazo, una mano… una mano arrugada que acompaña a su voz pausada. Es su voz, es ella.
— ¿Has oído que las situaciones se describen solas?
— He oído que los momentos importantes se escapan delante de nuestros ojos. Cuando nos damos cuenta, ya no se pueden retroceder los segundos para corregirnos.
— Entonces, ¿por qué quiero retrasar el reloj?
— Quizá sientas ese impulso que sentimos todos de arreglar lo que se ha roto. Se supone que todo debería poder remediarse, como cuando se nos agujerean los pantalones y mamá les pone parches… Pero sabes que los parches no duran, se acaban descosiendo y ves la realidad: el agujero sigue ahí.
— Quiero volver.
— ¿Por qué?
— No lo sé. Es lo que conozco. Lo que he conocido toda nuestra vida. Sería hipócrita si te dijera que lo acepto y me fuera por esa puerta.
— Entonces vuelve. Pero quizá te encuentres con otra decoración: habrá cambiado el color de las cortinas, los azulejos pintados ya no estarán, y los caramelos se habrán agotado. Aún así, ¿quieres volver? Todo será distinto.
— Sé que ya no somos niños. Sé que ese tiempo pasó. Sé que será distinto. Ya no quiero retroceder el tiempo, quiero ver cómo es ahora. Cuando lo vea, podré sentirlo y tal vez pueda pasar la página en la que estoy ahora y seguir leyendo.
— Es un libro, lo que tienes que hacer es seguir leyendo. Tienes que ver qué ocurre al final sin dejar atrás los capítulos tristes. Las situaciones van cambiando. Sabes que no es un libro normal.
— ¿Qué quieres decir?
— Ya lo sabes. Ya me conoces.
— Solo sé que lo has escrito. Las situaciones no se describen solas, decidiste describirlas así. ¿Realmente es como lo cuentas? Leer tus sentimientos sin haber tenido conciencia de ellos siendo yo protagonista, ¿no es un poco cruel? Es como si me estuvieras…
— ¿Qué?
— Condicionando.
— No te pido nada a cambio de leerme. Solo léeme.
— Te estoy leyendo.
— Me estás mirando.
— Al mirarte, leo la expresión de tus ojos. Los ojos no pueden mentir, lo reflejan todo: me reflejan a mí.
— Sigue leyendo.
— No me hace falta. Estás delante de mí ahora. Este libro no va a cambiar lo que estoy sintiendo ahora.
— Y, ¿qué sientes?
— La realidad.
— ¿Ha cambiado?
— Sí, ahora es más real.
— ¿Antes no?
— Antes no era consciente de lo que había cambiado. Necesitaba verlo. Necesitaba ver tus ojos.
— Y, ¿qué ves?
— A mí.
Si quieres conocer a una persona, no le preguntes lo que piensa sino lo que ama.
En una página marcada con una cita de Paul Géraldy, una pequeña estudiante universitaria del grado de Español: lengua y literatura (Filología hispánica para los verdaderos amantes) escribió una vez:
«Reflejo»
Hace tiempo que no te miro y escondo la ilusión entre los brazos, veía en ti el futuro de un sueño más allá de mi ambición de poseerlo… Me miraba en ti, me sonreía: de verdad creía que podía ser real. Perfilaba siluetas en el vaho de tu cristal mientras soñaba despierta con fantasmas. Dejé de mirarte, dejé de buscar, dejé abandonado el deseo de continuar. Eras la manifestación corpórea de mis dudas, la sensación del miedo palpable… Hace tiempo que no te miro e ignoro que soy mi propio testigo: veo mi verdad, espejo, tras tu cristal.
Era una página marcada por una circunstancia en un pequeño cuaderno para escribir grandes emociones.
Esta noche he querido mirarme al espejo, y a través de sus páginas me he encontrado.
Quizá estaba perdida.
El más difícil no es el primer beso sino el último.
Te conocí un 7 de marzo encandilada por un misterio, ¿quién me iba a decir que sería tan difícil despegarme de ti?
Me encuentro acorralada, atrapada por placer, en nuestra amistad espontánea y misteriosa…
¿Quién me iba a decir que mi epicentro (mi «yo» más atormentado) perdería el equilibrio, al saber que te irías?
Marzo, hoy te vas y te llevas contigo el mar… Marzo, te vas y te llevas mis versos (libres, prosaicos) allá donde Europa, bendita caprichosa, reclama tus aventuras…
Vuelve, Marzo, vuelve… que Europa, inmóvil, espere: necesito saborearte otra vez, necesito sentirte, sentirte al cerrar mis ojos…
No quiero recordar y darme cuenta de mi soledad… No quiero despertar y ver que la vida es cruel: me regala tiempo, y se lo queda… me regala un amigo, y se lo lleva…
No, no quiero.
Escribiré hasta que vuelvas, hasta que el mar (escondido en tus ojos) vuelva a mirarme… Escribiré hasta que mi muñeca, ágil y rebelde, duela.
Porque así es la vida: si la vives, duele; si no vives, duele más; así es vivir en soledad.
Añadiré un verbo nuevo a mi lista de palabras inventadas: «dialectar», sintaxis sexual. También te la llevarás.
Pero yo me quedaré, y me quedaré con los momentos (tesoros sumergidos) compartidos entre fluidos. Me quedaré, sabiendo que regresarás deseando: deseando dialectar, deseando transmitirme (sin omitir detalles) tu vida en la caprichosa Europa…
«Bitácora», así la llaman: ella guardará tus días, ella me los traerá.
Y seguiré escribiendo…
Y seguirás viéndome cuando pienses en marzo, cuando descubras otros cuerpos, cuando te lean en voz alta, cuando te escriban poesía o veas a mujeres más altas…
Verás a tu pequeña, tu pequeña flor de primavera, siempre deseosa, siempre dispuesta, siempre emocionada…
Verás a tu pequeña, pequeña niña de ascendencia valenciana esperándote en la costa, al amanecer.
Me conociste un 7 de marzo, ahogada en el silencio rompiendo las reglas…
Durante toda mi vida me has enseñado a gestionar mis emociones. Me decías que cuando me sintiera abatida, escribiera. Me decías que esos destellos fugaces que pasan ante nuestros ojos y nos cambian el humor y la perspectiva, pasan porque tienen que dejar su estela en el corazón. Me decías que el corazón es un órgano que debe aprender a aceptar los acontecimientos que lo alteran: cuando los latidos del corazón se aceleran, cuando el ritmo del corazón cambia la entonación de la respiración… cuando ocurre, necesita adaptarse y para ello, debe aceptar que está experimentando ciertos estímulos.
Sin embargo, cuando el corazón vive en constante cambio y el mismo estímulo altera el ritmo cardíaco y la entonación al respirar se hace más entrecortada… ¿Qué se hace?
Me has enseñado a diferenciar la ilusión del sueño. Me costaba encontrar la distinción entre soñar con los ojos cerrados e imaginar, estando despierta, mis propias escenas. Me enseñaste a encontrar la matriz que hace que ambas acciones tomen caminos distintos, pero también el momento en el que se encuentran y parecen fusionarse.
«Que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son». Segismundo lo sabía bien. Me lo enseñaste. Pero… sigo confundiendo los pequeños detalles con estímulos que provocan que mis ritmos cambien. Sigo asociando las mismas imágenes a emociones dispares. ¿Por qué?
Profesora, ¿qué hago ahora?
— Escribe. Escribe para entenderte. Si escribes y no te entiendes, sigue escribiendo. Te lo digo en estilo directo: escribe.
Era 24 de marzo del año 2020. Entonces firmaba mis textos con el pseudónimo «Rociriel», mi padrino de bautismo me lo proporcionó. Cuando lo encontró y me lo dio, me gustó al instante el atisbo de ‘fantasía’ que llevaba impregnado en sus letras: me identificaba de alguna manera. Me imaginaba a mí misma con cola de sirena nadando a ras de fondo en alguna piscina, mirando desde abajo la superficie y pensando en el amor frustrado. Cantaba para mí esa melodía. Escribía. Cuando terminaba de escribir, firmaba con mi pseudónimo y guardaba mis textos en mi Arca de las palabras… un arca secreta a la que solo accedía cuando necesitaba recordar.
Ahora recuerdo. Era 24 de marzo. 2020. Pandemia: comúnmente conocida como Coronavirus, o Covid-19. Empezaba la primavera, mi estación: el andén donde se subían mis sonrisas en busca de fragancias. Hace dos años de esa primavera, y sus fragancias las sentía inoloras. El descubrimiento fallido de nuevas fragancias me hacía desdichada, y escribía.
Estamos en Primavera, una estación que según dicen, la sangre altera hasta convertirla en un ardiente río de rosas rojas fluyendo impasible en las venas… Entonces, ¿por qué me siento como una flor tratando de sobrevivir en pleno invierno? ¿Por qué siento el frío gélido ahogando mis pulmones, cuando el calendario dice claramente que está empezando a brotar el rosal? Siento que la fugacidad con la que pasa el tiempo acaba con mis energías… Y mi sangre… Mi sangre no es una fuente de energía renovable… Cuando se agote su existencia, el mundo no recordará que mis venas fueron caudalosas rosas rojas. El mundo, cuando me vaya, no recordará que mi corazón estaba lleno de poesía cuando era feliz, ni recordará que en su niñez deseaba tocar las estrellas para estar con su abuelo fallecido… El mundo seguirá girando como si tal cosa… como si la vida de esta servidora hubiese pasado en balde, con el único fin de nacer, vivir una corta existencia, y morir sin rastro. Estamos en Primavera y mi sangre es un río manso de glóbulos rojos… El rosal apenas posee ya rosas rojas… Apenas han florecido desde que empezó la estación… y el mundo sigue girando, ajeno a este acontecimiento. Es Primavera, y mis gotas de rocío se están evaporando… Me estoy extinguiendo a medida que avanza el tiempo, pero aunque el mundo siga girando sin mí, me cercioraré de que todos puedan saber que un día estuve aquí, y me dediqué a escribir.
Es importante conocerse a uno mismo y reconocer que, pese a todo, eres valioso, precioso, y no para el mundo sino para ti mismo. Por lo tanto, soy valiosa, preciosa, y lo que hago no es perder el tiempo, es ocuparlo en dejar una pequeña huella que algún día descubrirá un arqueólogo con alma y corazón. Yo quise ser arqueóloga porque me interesaba descubrir la historia que hay detrás de cada cosa… Me encantaba pensar en conocer la historia antigua, todos aquellos acontecimientos que ocurrieron hace muchísimo tiempo y que ahora tenemos constancia gracias a los que amaron narrar esas historias… Pero no quise limitarme a fechas y cronología, quise ir más allá… por eso no soy arqueóloga, sino filóloga. Quise reconocer los rasgos y matices de las palabras que narran las historias que envuelven cada objeto del mundo humano. Quise saber las diferencias entre la historia cronológica y la historia narrada con el corazón mediante el alma humana. Ser filóloga no solo me convierte en una persona culta, me convierte en quien soy. Me da el privilegio de tener la capacidad de poder expresarme por escrito y distinguir ambas caras de mi persona: aquella que se encuentra oculta, bañada por la luna nueva, y aquella que se halla a la vista, iluminada por la luna llena. Creo que el ser humano puede verse dividido, escindido, atrapado… Por eso quise ser filóloga: quería saber cómo lidiar con ello. Ahora lo sé: expresarse, por escrito como ahora, es la mejor manera de combatir esa sensación de desasosiego y desesperanza. Puedes llegar a lo más profundo de ti mismo asumiendo lo que sientes y expresándolo, y así liberarte del miedo y la frustración.
Rociriel.
Ese 24 de marzo me di cuenta de que, pese a las circunstancias, sigo siendo preciosa y, como ser humano precioso, necesito cuidarme a mí misma y seguir cultivándome. La primavera es esa etapa en la que la juventud florece: mis flores son únicas, necesito regarlas antes de que se marchiten. Esa primavera, mis flores no germinaron, no por las circunstancias (una pandemia, un desamor, demasiadas pantallas), sino porque dejé de regarme. Perdí el significado intrínseco de mí misma y me dejé ir.
Esta primavera, dos años después, es un buen momento para recordar que mis sonrisas tienen que subir al tren: hay nuevas fragancias esperándome.
La asociación de la imagen de la primavera con los primeros romances adolescentes es inevitable.
Llega un momento en que ciertas preguntas te acechan con la única intención de confundirte.
Es entonces cuando empiezas a cuestionar tu propio pensamiento crítico: ¿cómo es que no supe verlo? ¿De verdad es así?
Todos los principios adquieren esa tonalidad rosa que denominamos «pastel». La suavidad, el tacto, la delicadeza, forman parte del proceso de empezar algo nuevo. Sin embargo, hay principios que se saltan esa parte del proceso y alcanzan en un abrir y cerrar de ojos el tono intenso del rojo. La suavidad es afilada, el tacto es caliente y la delicadeza va descontrolándose a medida que van pasando las horas, desde que comienza ese proceso.
No todos los principios son principios: algunas veces se carece de un comienzo y uno se encuentra «in media res» protagonizando su propia historia.
— Cerré los ojos y, al abrirlos, una sábana de seda roja me tapaba la vista—, así se descubrió a sí misma en el centro de su cama, pensando.
La sorpresa es un recurso imprescindible para pintar de intensidad cualquier momento, y sus ojos reflejaban el titubeo de un matiz sorprendente a través de su mirada. Podía encontrar la incertidumbre en cada esquina de su habitación, y vislumbraba la necesidad de dejarse llevar cada vez que se asomaba por su ventana.
— Es el mismo cielo, es la misma luna, quizá es la misma estrella, pero, ¿dónde está el suelo?— se preguntaba una y otra vez mientras seguía pensando.
El rojo ya no era el mismo que apreció cuando abrió los ojos, la intensidad y la tonalidad del color habían cambiado ligeramente hasta convertirse en un rojo más oscuro. Quizá se podría denominar «rojo sangre».
Miraba su sangre, tan solo una gota, en la punta de su dedo índice. El cuchillo seguía sobre la mesa.
— ¿Quizá debo hacer el corte más profundo?— se preguntaba, pensando en el temblor de su mano y lo nervioso que parecía estar su corazón.
La sangre estaba ahí. Se suponía que ese sería el principio, pero ese comienzo ya se había desarrollado en algo mucho más profundo sin darse cuenta. En pocos segundos habían pasado casi dos años y la tonalidad intensa del rojo seguía intensificándose a diario.
— Sigue siendo una sábana de seda roja. Ahora su intensidad es casi cegadora.
Esas preguntas que pretenden enredar los pensamientos en confusiones, se quedan colapsadas en los pigmentos del color rojo. El pensamiento crítico, la voz de la razón que se cuestiona a sí misma, se queda muda ante la respuesta que ofrece el corazón.
— ¿Qué es lo que ves?
Su percepción sigue siendo la misma. Sus ojos no han dejado de ver la intensidad.
— ¿Qué es lo que sientes?
— Lo siento.
La tinta del bolígrafo rojo sigue fluyendo a pesar de los años. Sigue escribiendo el mismo nombre, la misma canción, el mismo sentimiento, la misma letra. Sigue quedando tinta. Sigue escribiendo.
— Lo siento así.
— ¿Qué sientes?
— Siento.
Decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la mente.
Relación de afecto y solidaridad que existe entre un grupo de personas o pueblos.
Oxford Languages.
Esta mañana empiezo a escribir porque las palabras me inundan la mente, porque si no plasmo estas palabras en algún sitio, colapsaría.
Esta vez no es el relato de una ficción. Tampoco es la vivencia imaginaria de ninguna fantasía. Esta vez es la narración de un recuerdo: un recuerdo precioso que, aun habiendo pasado demasiado tiempo, sigue muy vivo en mi memoria.
¿Recordáis las Jornadas Mundiales de la Juventud organizadas por el Papa? Jóvenes de todo el mundo son invitados por el mismo Papa con el motivo de revivir el espíritu de la juventud. Con esta premisa, cada dos o tres años se hace un gran encuentro internacional en alguna ciudad de algún país.
Hace algunos años, en 2011, se celebró en Madrid. Entonces yo era demasiado joven para apreciar el significado de algo tan grande, pese a que fui voluntaria para ayudar y aún guardo las camisetas.
Después de la capital española, en 2013 la JMJ se celebró en Río de Janeiro, Brasil. Recuerdo que los testimonios de algunos de mis conocidos que pudieron ir a ese encuentro me conmovieron.
En 2016, la Jornada Mundial de la Juventud se celebró en Cracovia, Polonia. Aquí empieza.
Durante ese verano de 2016, yo tenía 21 años. Mi madre había estado ahorrando alrededor de dos años para pagarse el viaje a Polonia y poder vivir en carne y hueso ese gran encuentro internacional. Pero, llegado el momento, mi madre decidió que fuésemos mi hermana y yo. Recuerdo que estaba emocionada: deseaba ver Polonia con mis propios ojos y admirar su cultura. No podía esperar.
Si no recuerdo mal, salimos desde el aeropuerto de Barajas, en Madrid, hacia Viena, Austria; haciendo escala en Múnich, Alemania. Nos quedamos una noche en Viena, vimos todo su esplendor, me enamoré de su arquitectura y, sobre todo, fui feliz. En ese momento estaba rodeada de personas que me importan y a quienes realmente aprecio: no podía ser más feliz.
Desde Viena, viajamos en autobús hasta Polonia. Quizá algunas personas no aprecien los viajes en autobús, pero a mí siempre me han gustado y aquel viaje en particular provocó un torrente de emociones en mi corazón que guardo hasta el día de hoy.
No estoy tratando de redactar un cuaderno de viajes, por lo que no voy a explayarme narrando todo el proceso hasta llegar, por fin, a la ciudad de Cracovia.
La hospitalidad de los polacos y el verdor fresco de sus praderas inundaron mi horizonte hasta que llegó la noche de la Vigilia: una noche, la última, en la que todos los jóvenes llegados de países de todo el mundo dormíamos juntos, al aire libre, dejando atrás miedos, inseguridades, prejuicios… Esa última noche, en el Campo de la Misericordia, todos los que estábamos allí olvidamos, quizá, por un momento de dónde éramos y nos preocupamos más por querernos, por demostrar que el amor, en todas sus formas, es más fuerte que las miradas malintencionadas.
Vigilia
El cielo está casi despejado, las nubes, las pocas nubes, han alcanzado ese color violeta que el sol les deja… El horizonte, ese horizonte que miramos, se ha teñido de una nueva esperanza; nos regala, a todos, otra canción con otros acordes… El sol ya se ha escondido, ya nos ha dicho «hasta mañana»; la luz y el día prestan atención a esta noche mientras miles de corazones están alerta y se encogen… «Soñare», soñar, esta noche, bajo el cielo desnudo, soñaremos, viviremos.
Bajo ese cielo, en Polonia, las palabras venían a mí y yo las plasmaba en mi cuaderno con un bolígrafo de corazones.
Bajo ese cielo, en la ciudad de Cracovia y entre tanto amor, me acordaba de las personas que ya no estaban conmigo. Me acordaba de él, y de lo bonito que habría sido ver la diferencia de nuestras manos (la suya arrugada por el paso de los años y toda la experiencia vivida, y la mía lisa y pequeña, sin cicatrices) sobre ese campo.
Te espero aquí
Te espero aquí sentada, escondida entre banderas, acurrucada bajo un cielo grisáceo (como tus ojos la última vez que los vi); te espero aquí, cantando a la brisa que me acompaña bajo este cielo, escribiendo palabras y más palabras: ésas que mi corazón encierra, ésas que mis labios no saben expresar. Te espero aquí sentada, mirando a mi alrededor con los ojos perdidos, perdidos en un rostro que no veo; te espero esperanzada, llena de extraña locura, de emociones tristes, porque quiero encontrarte y mis ojos, llorosos, no te ven.
Sí…
Las palabras llegaban a mí y yo las escribía.
Pero, sin duda, el mejor momento llegó cuando el cielo se oscureció del todo. Las velas iluminaron, sin ayuda de luces artificiales, la extensión del Campo de la Misericordia. Fuimos capaces de mirarnos a los ojos a través de las sombras que las pequeñas llamas dibujaban en nuestros rostros. Era una vista preciosa que todavía hoy me emociona recordar.
Nos paseábamos de un lado a otro, riéndonos, sonriendo, observando y cantando a nuestro alrededor. Era maravilloso escuchar las mismas canciones en otros idiomas: el mismo significado atravesando de extremo a extremo distintos corazones.
Aquella última noche, llevábamos con nosotros nuestra bandera roja, amarilla y roja, que trajimos desde España. Caminábamos juntos, llevando esa bandera. Mientras tanto, un grupo de jóvenes procedentes Brasil portando su bandera nos prenguntaron si nos podíamos hacer una foto con ellos e intercambiar nuestras banderas. Lamentablemente no tengo esa fotografía inmortalizando ese momento, pero la hicimos con nuestra mejor sonrisa y mostrando ese sentimiento de hermandad juntando nuestras banderas y, después, intercambiándolas. Nos quedamos con su bandera brasileña, y ellos se fueron con nuestra bandera española.
Seguimos caminando felices y contentas por haber experimentado un momento tan bonito como ese: jóvenes de distinta edad, de distinto país, cantando la misma canción en diferente idioma, intercambiando banderas y sonrisas. Llevábamos la bandera de Brasil con nosotras, arropándonos con ella, y mirando hacia todo lo que nos rodeaba: todo lo que nos rodeaba eran escenas parecidas a esta que acabo de describir, escenas en las que todos hablaban y se reían con todos, sin ser teatro.
Otro grupo de jóvenes se cruzó en nuestro camino y una de nosotras les preguntó si podíamos intercambiar las banderas: queríamos que ellos también experimentaran lo que acabábamos de vivir nosotras, y esa felicidad tan tangible que nos inundaba. Ese grupo de jóvenes era de la misma Polonia: nos dieron su bandera blanca y roja y se alejaron sonriendo llevando consigo a Brasil. Otros rostros con su risa, otro idioma con sus lenguas, otra bandera con sus colores, y otra fotografía con el mismo sentimiento de unión y comunidad. Quizá no fue por ese orden. Han pasado muchos años y a veces los recuerdos se adornan con la imaginación. Pero recuerdo con claridad que también tuvimos en nuestras manos la bandera azul y amarilla de Ucrania. Recuerdo que vimos a un voluntario vestido de uniforme y chaleco amarillo fluorescente, y nos quisimos hacer una foto con él enseñando la bandera ucraniana.
Recuerdo que el sentimiento que experimenté en esos momentos pudo más que todos los malos pensamientos que pudiera acarrear entonces desde España… Recuerdo que fue un verano turbulento, y que esa noche de vigilia, abrazada por distintas banderas, arropada por distintas lenguas e idiomas diferentes cantando la misma melodía… hizo que mis preocupaciones desaparecieran.
Me sentí querida, noté en cada poro de mi piel que mi presencia era deseada, me sentí humana, viva, unida al mundo y lo más importante es que experimenté cómo el mundo me daba la mano. Es una sensación, una vivencia, que me ha fortalecido y que, por supuesto, deseo que todos puedan experimentar.
La narración de este recuerdo, la descripción de aquellos momentos, es una alusión al amor, a ese sentimiento de comunidad, de unidad ante todo.
Pese a que cada ser humano, cada país, cada continente, tiene sus propios valores, su propio idioma, sus propias lenguas que dan forma a su propia manera de pensar y actuar… pese a todo ello, el amor hace de todos nosotros una miscelánea única.
Hablando de una forma más poética: en nuestras diferencias reside el lazo que nos une y que nos hace ser parte del mundo. Pero ese lazo está tejido con sueños, con esperanza, con el deseo de un futuro, con la ilusión de un presente en el que nos damos la mano en paz. Si tiramos de las hebras de este lazo, el tejido se deshace: los sueños no se cumplen, se dejan de soñar; la esperanza se queda hueca en el fondo de la caja mientras el futuro permanece aislado en el miedo, y esa ilusión de un presente en el que nos damos la mano como símbolo de paz… el presente deja de ser el «ahora» que queremos vivir.
El lazo se está deshaciendo, y ahora en vez de vivir, sobrevivimos.
¿Por qué no seguimos cantando la misma canción en todos los idiomas? ¿Por qué no vamos caminando sujetando nuestras banderas y las intercambiamos con una sonrisa demostrando que todos somos importantes? ¿Por qué no…?
Hoy, estas preguntas se hacen retóricas al escribirlas. Las banderas que intercambiamos aquella noche parece que se han quedado olvidadas en la emoción envolvente de aquel encuentro.
Ahora… Ahora. ¿Qué está pasando ahora?
Quiero darle mi mano al mundo, quiero reírme con Brasil mientras cantamos con Polonia y bailamos con Ucrania. Quiero que el mundo me dé la mano, y que nos cojamos con fuerza: esa fuerza intangible que mantiene las hebras de nuestro lazo todavía en el lazo.
Recuerdo que aquella noche había tantas estrellas como personas en el Campo de la Misericordia. Cada estrella podría equivaler perfectamente al deseo de cada persona allí presente.
Creo que todos pedimos el mismo deseo: «deseo que cesen las guerras, que todos los que estamos aquí podamos llevar la paz a donde no la hay».
Hay demasiados lugares en este mundo donde no hay paz… Es triste, y es real. Hay países que han estado en guerra toda mi vida: son guerras tan largas que se hacen costumbre y se quedan en el olvido… No se pueden olvidar. Cada vez que estalla un conflicto, cada vez que el fuego y la metralla convierten el conflicto en otra guerra… todos sufrimos. Es triste, da miedo, y es la realidad.
Los libros de historia me enseñaron que no me gusta la guerra: las causas me hacían llorar por dentro mientras las estudiaba, y las consecuencias eran demasiadas para recordarlas todas. Suspendía mis exámenes de historia y no porque no me gustase estudiar: no entendía lo que estaba estudiando. Y creo que incluso ahora seguiría sin entender las causas que conducen al inicio de una guerra.
Hoy quiero revivir, a través del recuerdo, ese intercambio de banderas para volver a sentir que, pese a todo, le doy la mano al mundo: que no voy a olvidar el sentimiento que me encogió el corazón aquella noche.
Mi corazón y mis oraciones están con todos los que sufren bajo un cielo del que llueven misiles sobre el suelo atrincherado. Mis pensamientos están con los que sufrís el impacto de las balas, con los que lloráis al ver vuestras casas en ruinas.
Ojalá pudiera brindaros un abrazo con las palabras, o acariciar el cabello de vuestros niños para aliviarles el miedo, el pánico, que estarán sintiendo ahora. Ojalá.
Ahora, las riendas las lleva esa yegua desbocada que tiene por nombre Emoción.
Voz poética.
Secuencia I
Mi cerebro, confusión de sinestesias, se deshace en pequeñas visiones: formas y sombras de colores boreales, y la caída, mientras la vida sigue, de respiraciones aceleradas incrementando sus sentidos…
Mi cerebro experimenta vida palpitante en ritmos y colores, y mi corazón ejecuta veloz, raudo, temeroso, ejercicios involuntarios volcándose en cielo sin luna llena, abierto y excitado y protagonista-antagonista de los momentos ilustrados inmortalizados en la galería de arte emocional codificado, enmascarado, de imágenes sensoriales de vida latente y sostenida, en recovecos mentales persiguiendo, deseo a deseo, materializarse.
Cerebro, analítico, creativo, intrépido… deja que la celeridad de la pulsión ventricular te alcance, en imágenes sensoriales recién nacidas y desbordando vida; deja que Corazón persiga, levantándose de sus caídas, experimentar el vals musical de la emoción viva, nerviosa, refrescante, danzando al ritmo de taquicardias y la suma interminable, seductora, de palabras reinventadas.
Secuencia II
Sintiendo el frío recorriendo anhelante la interacción del cuerpo, en búsqueda constante del uso de palabras ilimitadas sentenciadas a desaparecer, desprendiéndose de cada letra, al consumir el deseo invertebrado de vivir con el alma en llamas, incendiada por sus acciones imaginarias a manos de la justicia ordinaria.
Secuencia III
Derrocho tinta virtual al querer interpretar el compás acelerado de una emoción real…
Derrocho tinta, de sangre, al querer revivir ese matiz…
Volver a experimentar, por primera vez, el deleite de escuchar dos respiraciones tratando, incansables, de generar una diferencia en el compás…
Emocionarse es bailar entre la fantasía y leves pinceladas de realidad, sutilmente disfrazada de ficciones deseadas…
Vivo entre símbolos invocando la belleza del mundo sensible a reacciones pasionales profundamente, ilusoriamente, frustrantemente idealizadas atravesando ríos de sueños buscando una interpretación que encuentre la vivencia entusiasmada del destello de matices nuevos de una misma emoción.
Secuencia IV
La concordancia de un latido al combinarse por accidente dos sonidos…
Poesía escindida en emociones bipartitas, naturaleza léxica de la biología que se intensifica con el cruce, involuntario y necesario, de una mente perturbada eclosionada, renovada, de los recursos del poeta: una imaginación surrealista embarcada en ensoñaciones freudianas simbolizadas en erotismo bañado en pensamientos platónicos llevando a cabo su lucha contra la marea que se cierne sobre una amistad sentenciada a un puerto racional llamado por los intelectuales “Alegoría inalcanzable”.
Secuencia V
Convertir mi mente, mi cuerpo, mi corazón, la sangre cuya fluctuación lenta me adormece la yema de los dedos…
Convertir el tacto, el roce momentáneo, involuntario, en deseos de hoy, y de mañana…
Descubrir mientras escribo las innumerables, por no decir infinitas, zarzas traicioneras cubriendo la retaguardia de mi particular campo de batalla…
Descubrir mientras escribo la lista innumerable, por no decir infinita, de conflictos mentales que escenifican los análisis racionales de lo que la razón, por no ser un proceso mental, no entiende…
Por millones de razones por las que esta noche, mi noche, no he podido soñar…
Por miles de segundos por los que esta noche, pálida, no he dormido…
Aún no he terminado.
Nací con el corazón de un poeta, y con la ilusión de una niña abriendo regalos el día de Navidad… Nací con el deseo irrefrenable de seducir, y ser seducida, por las artes. Nací con el privilegio de escuchar las voces ocultas del corazón que éste se empeña en codificar. Nací con la vida sacudiendo mi cuerpo, nací con las perversiones menos imaginadas tatuadas en los rincones más perturbados de mi mente… Nací con la constancia, la perseverancia, y el masoquismo, corriendo por mis venas… Nací con la sangre coagulada en el cerebro, y es por ello que voy con efecto retardado a los acontecimientos… Nací con los pies sobre las nubes, por lo que me cuesta mantenerme cuerda… Nací con los sentimientos envalentonados, haciéndome pasillo al pasear… En definitiva, nací así… Atormentada, erotizada, enrevesada… No te compliques, no intentes entenderme, nadie puede… Yo no puedo. Simplemente soy una sumisa más… Una aliada más de la pluma y el tintero… de la tinta, y el pergamino… Soy una mente abierta, un campo despejado, un desierto expandiéndose… Ya no sé lo que soy. ¿Qué soy? Dímelo tú.