He pasado un tiempo sin acariciar el dorso de mi pluma. Estos últimos días solo la he cogido para escribir frases cotidianas como «comprar carpeta», «misa funeral», «ir a Decathlon»… Las emociones que destilaba la tinta de mi pluma han quedado convertidas en posos de té en el fondo de mi taza.

Estos últimos días no he querido enfrentarme a la tristeza, el anhelo, la añoranza, la desilusión; incluso, he querido ignorar el primer cosquilleo que surge de forma natural cuando dos personas parecen conectar armando sus palabras en el puzle. Estos últimos días me he dejado en el tintero mis verdades: todo aquello que el corazón se desvive por gritar, mis labios y mi mano lo han silenciado.

El miedo es poderoso: hace que una persona no quiera ser valiente, hace que las emociones se acaben convirtiendo en rocas pesadas para el cuerpo, hace que el juicio se nuble y que la mente permanezca a oscuras…

Estos últimos días, mis ojos son los de una niña de 6 años que tiene miedo a las luces apagadas: el corazón palpita más rápido y la respiración se acelera al conducir por carretera no iluminadas. Los faros del coche no son suficientes y las luces largas no consuelan. El nervio se apodera de mis manos provocando la aparición repentina del sudor, hasta que llego a un tramo con luz.

Escribir es ese tramo de carretera con luz: empiezo a reconocerlo todo una vez cojo mi pluma. Escribir acaba siendo un acto de valentía y aceptación: los posos de té en el fondo de la taza acaban adquiriendo una forma que comprendo, y las rocas pesadas para el cuerpo terminan haciéndose cada vez más pequeñas hasta ser, por fin, suave arena de playa.

Escribiendo me enfrento al miedo y dialogo con la tristeza: le pregunto por qué mi corazón todavía no ha sanado. Mantengo conversaciones con el anhelo hasta que acaba diciéndome que soy como todos: quiero a alguien que quiera estar conmigo y me acepte, pero para empezar debo aceptarme yo y quererme a mí misma (para muchas personas esto es lo más difícil).

Escribiendo, la añoranza que me ha estado persiguiendo por fin se para y me toca el hombro por detrás: me susurra que echar de menos y llorar a causa de ello no es algo negativo, al contrario; debo dar gracias por ser capaz de sentir y ser consciente de que siento, porque otras personas no pueden. Echar de menos acaba significando que alguien me ha importado tanto que su ausencia duele. Sin embargo, es un dolor que necesito agradecer precisamente porque he permitido que las personas me importen: no permanezco indiferente y eso es realmente bueno.

Mientras escribo, la desilusión sigue latente aunque la percibo diferente: una puerta se ha cerrado, pero en cualquier momento puede abrirse una ventana (siempre es así).

Escribiendo, vuelvo a sentir ese primer cosquilleo en mi interior. Es parecido al cosquilleo de aquel primer amor pero, al fin y al cabo, diferente. Tal vez, la diferencia está en que ahora no me pongo obstáculos para apreciarlo.

Nunca sabes en qué se pueden llegar a convertir estos cosquilleos y eso es lo que acaba dando miedo: fluir y dejar fluir no es tan fácil. Dejar que la naturaleza siga su curso, tarde el tiempo que tarde, tampoco es fácil porque ahora se quiere todo ya, en este momento.

Cuesta abrirles la puerta a las emociones que todavía no tienen nombre y, cuando lo haces, cuesta mantener la puerta abierta: cuesta mantener la fe en que no te va a hacer daño.

El sufrimiento da miedo y, por mucho que me cueste admitirlo, si no se sabe lo que es sufrir no se puede reconocer la felicidad… y se escapa.

Por eso, no quiero tener miedo.
No quiero sufrir.
No quiero que la felicidad escape.

Escribiendo, una se da cuenta de que empezar una frase con un adverbio que expresa negación es lo que atrae más noes a la vida… al igual que la luna provoca el movimiento de las mareas, los noes traen circunstancias que también comienzan con un «no».

«Quiero sentir». Esta frase es el primer pasito para abrirle la puerta a la fe que hace que te enfrentes al miedo dando zancadas: son saltos únicos que en cada gimnasta son diferentes aunque parezcan iguales.

Sentir y la manera en la que uno siente lo que le rodea es lo que nos diferencia, aunque el mero hecho de ser capaces de sentir es lo que nos hace humanos a todos.

Todo esto resulta paradógico.

Las reacciones a los sentimientos son distintas en cada persona, de ahí que la personalidad sea lo que nos hace extrañamente únicos y especiales; aunque haya aspectos en común, siempre habrá un pequeño matiz que hace tú seas tú.

Hablo en primera persona no para que tú me conozcas, sino para conocerme yo: de esta manera me siento más cercana a mí misma e, inconscientemente consciente, te permito abrir la ventana de mi mundo emocional.

No es algo fácil desnudarse emocionalmente. Parece más fácil quitarse la ropa: es algo que hacemos cada día.

Tampoco es fácil coger la pluma, acariciarla, y escribir: la escritura es un mundo que los que nos atrevemos a escribir exploramos desnudándolo y vistiéndolo con palabras arcaicas, contemporáneas, nuevas… el verbo «crear» se convierte muchas veces en las tapas del libro que despertó tu curiosidad en la adolescencia o en los sueños de «buenas noches» que tenías siendo niño después de leer un cuento y ver sus ilustraciones.

No es nada fácil despertar la curiosidad escribiendo. No es fácil producir dulces sueños tras la palabra escrita. Sin embargo, sigo intentándolo.

Después de un tiempo de letargo, he vuelto a coger mi pluma: la estoy acariciando a la par que dibujo con tranquilidad estas letras disfrutando del proceso.

Después de un tiempo emocionalmente dormido, he vuelto a acariciar mi pluma: dibujando letras con ella me he descubierto a mí misma y me he desnudado con la ropa puesta. Con la única ayuda de mis manos, he dejado que mis pensamientos fluyan.

Después de un tiempo cuidando mi cuerpo, volviendo a quererme, mi interior necesita atención: mi atención.

Ahora que me estoy entendiendo, dar esa zancada que tanto miedo me daba no costará tanto como pensaba.

«Ahora»: ‘en el tiempo actual’.

Las palabras son tan fieles a nosotros, que nos dejan jugar a ser activos en un mundo de dramatización desgarrada.

Lo normal, cuando hablamos, es que las palabras viajen entre los labios (pronunciándose) hasta llegar a los oídos (escuchándonos); lo normal, cuando dialogamos, es que las emociones que estaban escondidas, sin avisar, eclosionen; lo normal, cuando hablamos, es que las palabras nos lleven de la mano, juntos o por separado, al momento en que la acción grita que está aquí.

Somos interlocutores que inventan sus propios diálogos en los soplos de aire frío en este invierno.

Somos intermediarios de aquellas emociones acalladas hace décadas que, quizá, quieran aflorar; quizá la primavera llegue pronto este año, quizá el frío invierno que mantiene mis manos como las aguas del Cantábrico quiera dejar paso a esta primavera… quizá.

«Somos». Es una expresión bonita formada en tiempo presente, haciendo uso de la primera persona del plural (donde «yo» deja su individualidad a un lado y acoge, cariñoso, a un compañero también denominado «yo»).

Somos palabras que se verbalizan cuando nos vemos: es bonito verbalizarse. Los sonidos, antes silenciados, empiezan a escucharse en voz activa. Los efectos de los sonidos empiezan a hacer mella en mis oídos, produciendo más y más curiosidad.

Soy un cúmulo de palabras curiosas que quieren activar, progresivamente, aquella ilusión abandonada.

Soy una palabra concreta, un nombre propio, empezando a sentir la acción.

Hubo un momento. Un momento único. El momento en que se abrieron mis alas por primera vez.

Le pregunté:

— ¿Te puedo querer para siempre?

Me contestó:

— Puedes quererme eternamente.

Desde ese momento, el tapiz y cada poro de mi piel, fuimos inseparables. Hasta que llegó el momento de la despedida.

Mi cuerpo empezaba a sentirse como si los años pasaran demasiado rápido: mis empeines, al estirarse, ya no podían tocar (ni siquiera rozar) la suavidad del tapiz; mis rodillas, que siempre tuvieron el problema de ser hiperlaxas hasta casi partirse hundiéndose hacia dentro, no hacían otra cosa que doblarse para respirar del dolor; mi abdomen, siempre apretado, dejó de esforzarse por mantenerse en forma; mi espalda, mi fiel amiga y compañera desde los dos años, se fue desprendiendo poco a poco de la magia que aportaba a mi cuerpo… Dejó de arquearse a su antojo y empezó a mostrarse perezosa al público, ya no me obedecía. Dolía. Mis brazos, que han sido siempre una prolongación de mí misma, dejaron de ayudarme a conseguir mis objetivos. Mi cuello, muchas veces escondido, empezó a imitar al cisne negro hasta llamar mi atención:

— Se han ido, pero yo sigo aquí. Sal al tapiz. Disfruta. Haz el amor, como siempre. Seguirán aplaudiéndote.

Salí al tapiz, intenté disfrutar, quise hacer el amor, como siempre; aplaudieron. Sin embargo, mis oídos notaban el descenso de los aplausos. Ellos también lo supieron. Ya no era igual. La magia que desprendía al arquearme y saltar y girar en el tapiz, con tanta seguridad, se convirtió en nubarrones de dudas y preguntas como «¿qué viene ahora?», «¿los pasos rítmicos?», «¿el riesgo de la paloma lanzando la pelota?»… Creo que ese fue el principio del fin.

Mi cuerpo se designó a sí mismo en rebeldía, y aunque yo quisiera (por activa y por pasiva y con voces distintas cada vez) ejercitarlo y trabajar, y concentrarme en esforzarme para llegar, al menos, a las diez primeras posiciones… Jamás lo volví a conseguir.
Era una señal. Fue su propia señal. La señal que mi propio cuerpo me enviaba, como un mensaje de SOS, comunicándome su decisión de retirarse de la competición. Yo no quise hacerle caso. Aguanté el
dolor unos años más… Era más llevadero, porque compartía mi carga individual con otros cuerpos; ya no era solo mi cuerpo el que trataba de destacar, un poco, ante el tapiz… éramos cinco cuerpos, coordinados, con el mismo objetivo.
La carga era más ligera, pero mi deseo no disminuyó. Amaba tanto el tapiz que me arriesgué otra vez. Mi cuello, simulando al cisne negro, me lo sugirió. Le hice caso.

— Vuelve. ¿Quién te lo impide? Satisface tu propio deseo. Acaríciale. Vuela. Sigue abriendo tus alas cuando saltes. Experimenta. Ejercita la memoria de tu cuerpo. Recuérdale lo que se siente al ser amante.

Le hice caso. Me entregué por completo al deseo de acariciarle. Abrí mis alas, y volé. Experimenté la satisfacción de no darme por vencida. Le recordé a mi cuerpo lo bonito que es ser fiel a uno mismo, lo bonito que es seguir al corazón, lo bonito que es ser su amante.
Hacer el amor ya no era maltratar mi cuerpo por una medalla más. Hacer el amor se convirtió en un mantra: «Te quiero. Lo siento. Perdóname. Gracias». Me decía estas cuatro frases cada minuto previo a la competición. Hacía el amor, seguía deseando, pero mi cuerpo era lo primero: la medalla dejó de ser importante (mi ego no lo encajó demasiado bien y se enfadó por la decisión que tomó mi valiente corazón).

Fueron años similares al sabor del algodón de azúcar: dulces, se deshicieron poco a poco en mi boca; dejaron mis labios acaramelados, pegajosos, con ganas de más.
Me decía a mí misma, y a mi cuerpo, que aún quedaba algodón en el palo… cuando, en realidad, ya se había acabado.

Mi cuerpo siempre ha sido mío. Poéticamente, solía expresar que el tapiz era mi dueño ya que, según la normativa, mi cuerpo debía tocar cada esquina del tapiz, además de la parte central, durante mi ejercicio; en cada esquina era capaz de sentir un orgasmo emocional al protagonizar mi propia historia de amor: un amor a primer tacto.

— Aún puedes sentir el orgasmo. Aún quedan emociones por conquistar. Aún queda la música: ella siempre te ha acompañado. Aún queda ese minuto de silencio previo que tu cerebro necesita para concentrarte. Aún queda el último baile, la última emoción: la más épica. Aún queda tu repicar de campanas en la Iglesia, y aún allí, a punto de decir «Sí, quiero», el deseo te seguirá.

No podía dejar de escuchar al cisne negro de mi cuello… No podía. Sentía la necesidad de seguir estando ahí. Estaba ahí: ahogada en mi propia necesidad de seguir. En este punto de nuestra relación,
lloraba cada vez más. Ya no era capaz de apreciar la reciprocidad entre mi cuerpo y su amante. Esa reciprocidad, esa armonía que lo mantenía todo en equilibrio, se desvaneció de la noche a la mañana… Sin previo aviso. Sin decir «adiós». Sin el último beso. Sin guardarme el último baile. Sin mostrarme la última emoción. Mi historia de amor nunca será una historia épica: quizá pueda ser una elegía, como las que se cantan al llorar a un ser querido.

Ese fue el final del principio. Mi historia de amor apenas duró unos años… Mi cuerpo, antes rebelándose, ahora se mantenía nostálgico porque no encontraba consuelo en su búsqueda de emociones épicas.

— ¿Quizá ya no me quiere? — me decía a mí misma.

Mi cuerpo y yo nos fuimos acostumbrando a su ausencia… No es que ya no estuviera. Mis responsabilidades no me permitían seguir yendo a su encuentro.

Crack.

Al escuchar ese extraño sonido como si algo se rompiera en mil pedazos, en mi interior, el miedo empezó a controlarme. Mi espalda, que ya dolía, tuvo que hacer frente a una lesión casi permanente…

— Es el fin — me decía a mí misma.

Busqué ayuda. Quería volver. Quería desear. Quería hacer el amor. Experimentar. Volar. Sentir mis orgasmos emocionales en cada esquina. Quería revivir mi historia de amor a primer tacto, otra vez.

Me ayudaron. Me salvaron. Casi volví.

A pocos días de poder sucumbir a mi propio deseo, la pandemia asoló mi mundo. Ya no era posible volver. Todo cerró sus puertas: el gimnasio, los colegios, las bibliotecas, incluso la calle… Muchísimos corazones dejaron de latir a la vez. Miles de vidas se vieron aisladas, solas, vacías… Sin vida.

El deseo seguía ahí, latente. Sin embargo yo no era capaz de verlo. Mi cuerpo dejó de sentir… los orgasmos, tanto físicos como emocionales, se convirtieron en un vago recuerdo en muy poco tiempo.

La primavera, la exaltación de la juventud, la estación de las flores y la lluvia, el momento del erotismo enamorado… tuvo que mantenerse en cuarentena. Distancia de seguridad. Mascarillas e imposibilidad de rozar otros labios que no sean los tuyos propios. Los amantes dejaron de ser amantes físicos para convertirse en amantes virtuales. Algunos se vieron obligados a dejar de llamarse «amantes» porque el propio amor que les unió en un principio desapareció.

Mi cuerpo seguía siendo mío. Estaba aislada. Estaba vacía. No tenía vida (más bien no era consciente de que yo seguía viva y debía luchar por salir del pozo en el que estaba metida). Aunque mi cuerpo seguía siendo mío, dejé de alimentarle de deseo. Dejé de acariciarme. Dejé de darme besos. Dejé de cuidarme. Dejé a mi propio cuerpo encerrado tras la puerta de la soledad.

No sé cómo. Pero el milagro vino a mí. Me salvó. Empecé a darme cuenta de la injusticia que había cometido contra mi cuerpo: le había abandonado. Me había abandonado a mí misma.

Volví a escuchar la voz de mi cuello de cisne negro, el cisne enamorado del deseo, de la pasión, de la aventura, del Romanticismo transformado en Modernismo bajo la pluma de Manuel Machado.

Mi cuerpo volvió a sentir el deseo de probarse a sí mismo. Mi espalda quiso arquearse de nuevo. Mis empeines luchaban solos por tocar otra vez el suelo. Mis brazos, por fin, vuelven a ser una prolongación de mi cuerpo ayudándome a alcanzar mi sueño.


Ya no hay tapiz, quizá ya no sea una historia de amor a primer tacto. Quizá, hoy, sea una historia de amor a secas: una historia de amor en la que mi cuerpo, mi corazón, mi cerebro, se aman a sí mismos y entre ellos.

Es mi historia de amor particular. Una historia que evoluciona con el tiempo, que va añadiendo capítulos a su argumento. Una historia que ya ha empezado a describir otros personajes. Una historia que ya ha empezado a hablar de ti, de mí, de todos; con una voz distinta… una historia transformada en secreto cuyos protagonistas siguen siendo amantes de carne y hueso, sin tapiz, pero con vida propia.


— ¿Habrá más momentos únicos?— me pregunto mientras mi mejilla acaricia el dorso de mis punteras.

El sentimiento que me embriaga ahora, mientras escribo estas últimas líneas, es similar a lo que se siente cuando terminas de leer un libro que te ha encantado y que te ha dejado sin palabras. Si tengo que describirlo, diría que es una sensación de plenitud porque has leído, por fin, el último capítulo (aunque en el fondo no querías llegar al final, porque te encantaba); te sientes enriquecida porque has asimilado todo lo que has leído y, además, lo has disfrutado; y te sientes triste, porque aunque has sido feliz, sigue siendo una despedida.

Una lagrimita se desliza hacia abajo mientras pronuncio:

— Te quiero. Lo siento. Perdóname. Gracias.